Hemos visto anteriormente la maternidad corporal de la Madre-Tierra respecto de la humanidad, integrada en la maternidad espiritual de la Iglesia gracias a la economía sacramental. Ahora vamos a considerar el rol de María y de su maternidad de gracia respecto de la materia, del mundo, del universo angélico, material y humano en su condición renovada por la cruz de Cristo, después su existencia misma.
La consideración del primero de estos dos temas comienza de manera clara, al parecer, con San Anselmo; es esencialmente la obra de la teología medieval: Bernardino de Siena y Antonino de Florencia. Citemos ampliamente a Anselmo de Cantorbery:
La naturaleza entera es la creación de Dios y Dios es de María. Dios ha creado todo, se hizo a sí mismo de María y es así que rehizo todo lo que había hecho. Quien pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacerlas, después que fueron degradadas, sin María. Dios es, por tanto, el Padre de las cosas creadas y María la madre de las cosas recreadas... La Madre que restableció a todas las criaturas es María... María engendró a Aquel por quien todo fue salvado, sin el que nada está en orden.
El discípulo de Anselmo, Eadmer -teólogo de la Inmaculada Concepción - orquestó el tema del Maestro: “la bienaventurada María, participando por sus méritos en la reparación de todos los seres, es la Madre y la Señora de todas las cosas”.
Se ve: es bella y buena una maternidad no corporal, sino espiritual de María respecto de todo el universo de la que es reparadora y la restauradora reintegrándolo al servicio de Dios, como enseña Anselmo de Cantorbery seguido por su escuela. María es la madre, no corporal, sino espiritual, del mundo material: Mater mundi.
Tres siglos más tarde, San Antonio de Florencia (1389-1459) retoma y completa los principios de Anselmo y de Eadmer: pero los sitúa en el contexto del misterio de la predestinación de la Virgen:
María fue predestinado antes de los siglos para ser el principio de la recreación de todo lo creado; es así lo que es dicho de ella: “Diome Yavé el ser en el principio de sus caminos, antes de sus obras antiguas” (Prov 8, 22 ss), es decir al comienzo de todas sus obras, para que sea la primera de todas las criaturas que son puras criaturas... María es también madre por la dignidad, porque ella es la primera nacida antes de toda criatura; en efecto, ella es más noble y más perfecta, en gracia y en gloria, que toda (otra) pura criatura. Porque quien es primero en un género es casi causa de todos los otros (seres en el mismo género): quod autem est primum in unoquoque genere est causa aliorum.
Este bellísimo texto plantea un principio fecundo cuyas consecuencias insinúa sin desarrollarlas. La primacía de María, querida por Dios, después de Cristo pero con Él y antes de toda otra pura criatura, entraña su causalidad universal, no física y eficiente, ciertamente, sino -aunque el autor no lo precise- moral y meritoria. Antonino transpone en Mariología el argumento platónico de los grados utilizado por Santo Tomás de Aquino en la demostración de la existencia de Dios; es la célebre cuarta vía: el grado supremo es causa de todos los grados inferiores.
Transposición interesante, más aún cuando nos muestra la posibilidad de una maternidad espiritual de María respecto del universo corporal y material, no puramente y simplemente o solamente en estilo scotista, a partir de la primacía intencional de María en el plan divino, sino también, en estilo tomista, a partir del misterio de su predestinación unido a la consideración de los grados del ser y del actuar. Antonino de Florencia plantea los principios que deberían conducir a todas las escuelas católicas de teología a un consensus en cuanto a la causalidad moral y meritoria de la Virgen, en dependencia de Cristo crucificado, respecto de la existencia y de la consumación del universo físico y de cada naturaleza humana. Primera de los predestinados, después de Cristo, María no causa solamente, en dependencia de Él, la gracia y la gloria en todos los elegidos, sino además, por su intercesión, la naturaleza misma.
Prolongando a San Anselmo, Antonino lo sobrepasa netamente, y reúne las opiniones de su contemporáneo san Bernardino de Siena sobre María causa final del universo del que es la consumación. El conjunto de esta opiniones y principios (María causa ejemplar y final del universo, primera nacida en el pensamiento divino, cuya primacía entraña una causalidad universal comprendida sobre el plan de la causalidad moral eficiente) es más o menos común a todas las mariologías de la baja Edad Media y de los siglos posteriores que deberían, en el futuro, reunir unánimemente a los teólogos católicos en la afirmación de una cierta, misteriosa e inmaterial causalidad de la Virgen respecto de la existencia misma de la materia.
Semejante afirmación se encuentra además fortificada en el contexto de la común visión medieval, a la vez filosófica y teológica, de la causalidad meritoria del justo en la obtención de los bienes temporales. Para santo Tomás de Aquino, “si se considera los bienes temporales en tanto que favorecen el cumplimiento de las obras de virtud que nos conducen a la vida eterna, se vuelven directamente y absolutamente objeto de mérito, como el crecimiento de la gracia y de todos los otros auxilios que nos permiten alcanzar la beatitud, una vez recibida la primera gracia... Vistos desde esta perspectiva, estos bienes temporales son absolutamente bienes.”
Estos principios luminosos se aplican, primeramente, al bien temporal que es la existencia, la posición en el ser de una naturaleza destinada a la gracia y a la gloria, de una naturaleza que, por lo demás permanece y alcanza inclusive su perfección cuando es transfigurada y divinizada por la gracia y la gloria.
Así como el mérito sobrenatural de los bienes temporales presupone, como lo señalaba anteriormente el Doctor Angélico, “la primera gracia recibida”, igualmente la persona humana no sabría ser la causa moral y meritoria de su propia creación por Dios, sino solamente de la de los otros. Si puedo merecer para los otros, con un mérito de conveniencia, la gracia y la gloria, ¿por qué no podría merecer el don gratuito y primero de la creación y de la naturaleza? Si no importa que cualquier justo (inclusive no cristiano) pueda obtener por su intercesión este don de la naturaleza y de la existencia para los otros espíritus creados, con mayor razón la Virgen Madre de Dios la obtuvo participando en el sacrificio de su Hijo sobre la cruz. Al merecer nuestra divinización, mereció lo que menor y que la condiciona: nuestra creación a partir de la nada.
Esta causalidad moral y meritoria se nos manifiesta, incluida en el consentimiento creado a la voluntad creadora de Dios, tan magníficamente presentado por Aimé Forest. Citémosle con cierta amplitud: “Según el idealismo, el pensamiento no podría dar una significación última a las realidades que afirma. ¿Pero por qué no podríamos entrar profundamente en el absoluto de la afirmación siguiendo nuestra afirmación misma de criaturas? Si no tenemos que dominar al ser de manera que nos coloquemos respecto de él en una relación de prioridad ideal, nos queda corresponder a este absoluto mediante el consentimiento que le demos. La afirmación objetiva es ya liberación de la limitación propia al ser creado, agrega a nuestra naturaleza la verdad de lo que el espíritu posee; ella se termina cuando el acto que pone las cosas en el en si toma el valor de un consentimiento, es decir de una respuesta al acto por el cual Dios los crea”.
Es especialmente en esta dirección de un consentimiento a la creación que orienta el texto bíblico citado por Antonino -siguiendo una larga tradición, bien fundada, aplicándolo a la Virgen María-: Prov 8, 22 cuya continuación conduce naturalmente y lógicamente a la afirmación de una causalidad moral de María en la creación del mundo: “Cuando fundó los cielos, allí estaba yo; cuando puso una bóveda sobre la faz del abismo. Cuando daba consistencia al cielo en lo alto, cuando daba fuerza a las fuentes del abismo. Cuando fijo sus términos al mar para que las aguas no traspasasen sus linderos. Cuando echó los cimientos de la tierra. Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome ante Él en todo tiempo: Recreándome en el orbe de la tierra, siendo mis delicias los hijos de los hombres.” (Prov, 8, 27-31).
Son los mismos principios que guiarán, dos siglos después, al célebre cardenal de Lugo S.J., en su contemplación de las relaciones entre la Virgen y el universo:
Al igual que Dios, creando todo en su complacencia para su Cristo, hizo de Él el fin de las criaturas, así, guardando las proporciones, se puede decir que sacó de la nada el resto del mundo por amor a la Virgen-Madre, haciendo que ella sea justamente llamada, también, fin de todas las cosas...Se puede decir con la misma proporción que Dios creó el mundo para los elegidos y que de esta manera los elegidos son de alguna manera el fin por el cual el resto de las criaturas fue hecho.
En suma, si el universo fue creado para María, a su imagen, fue creada también a causa de ella: tanto como decir -con un teólogo moderno- que María “se vuelve secundariamente y en dependencia de su Hijo, la causa meritoria de todos los bienes,” no solamente de la gracia y de la gloria, sino también del ser y de la naturaleza.
Tal es la verdad que se esconde también en las especulaciones gnósticas y heterodoxas sobre la Magna Mater, como en los sacrificios erróneamente ofrecidos a la Virgen por las mujeres colyridianas, de los que nos habla san Epifanio. María no es la creadora del universo merecedora de un sacrificio, sino moralmente la procreadora, por su intercesión meritoria, de la creación del universo entero, físicamente independiente de ella. El universo pende en su existencia misma de las lágrimas de María al pie de la cruz, delante de su Hijo; ella es la Cordera inmolada con el Cordero desde el origen y la fundación del mundo. Esplendor de la oración inmaculada y procreadora de María y de los Ángeles, creados por causa de ella antes del hombre, pero con ella, por su oración, moralmenre procreadores del universo físico. ¿Si los hombres pueden ser, y son físicamente procreadores, por qué María, los Ángeles, los Santos, en pocas palabras, la Iglesia no lo serían moralmente?
De esta manera, surge una protología mariana que viene a completar a una escatología mariana: la intercesión procreadora es también la intercesión consumadora, la Orante obtiene con la Parusía de su Hijo resucitado la resurrección, por él, de todos sus elegidos, en la gloria. María no resucita a los hombres de manera física y directa, inmediata, sino mediatamente, moralmente, por sus súplicas, como anteriormente había cooperado moralmente a la resurrección de su Hijo y a la suya propia.
Incluso diríamos: Cristo, al resucitar a su Madre, la asoció activamente a esta manifestación suprema de su omnipotencia de Resucitado. El Hijo único y bien amado de Dios y de María, el que es la resurrección y la vida, confirió al alma beatificada de su Madre, el poder de obtener de Él la resurrección de los cuerpos mortales. Si otros santos pudieron (como los mismos Apóstoles: Tim 10, 8) la orden y la misión de resucitar a los muertos, no se ve porqué, de una manera general, todos los santos no estarían, en sus almas inmortales y libres, asociados activamente, por Cristo, al misterio de sus resurrecciones corporales en el fin de los tiempos, ni, a fortiori, por qué la Virgen no habría sido ella la primera asociada en su libertad creada y más sublimemente rescatada, al misterio de la resurrección privilegiada y anticipada de su cuerpo mortal, generador de la Vida eterna. Podemos decir, entonces, sobre el modo de la Asunción, que ella consistió en una libre, poderosa y gloriosa oración con miras a la reanimación de su cadáver incorruptible, bajo el actuar supremo del Espíritu vivificante. En este misterio, María no se nos muestra solamente pasiva, sino además, por el don de su Hijo y del Espíritu, activa, supremamente activa.
¿Por otro lado, no mereció, de alguna manera, por su muerte de puro amor, su propia resurrección como había, anteriormente, cooperado con la Encarnación del Verbo?, así como en Nazaret, y luego al pie de la cruz, a la regeneración espiritual de todos los hijos de Adán? La madre muriente y muerta de un Dios mortal y muriente mereció volverse la madre viviente y vivificante de todos los vivientes; la nueva Eva, no solamente durante su vida, sino también en el instante en que, llegado al límite de la caridad, su actuar se hizo supremamente meritorio, no solamente para ella, sino además para los otros: es especialmente en el momento de su propia muerte de amor que María “se convirtió para nosotros, en el orden de la gracia, nuestra madre.” ¿San Juan Damasceno no insinúa que la muerte de María nos confiere la inmortalidad cuando le dice: “Tu cuerpo desapareció en la muerte, sin embargo haces brotar para nosotros las fuentes inagotables de la vida inmortal”.
Al merecer resucitar, bajo la acción del Espíritu, a imagen de su Hijo, (cf Jn 10, 18: tengo el poder de retomar la vida), María mereció, al mismo tiempo, el poder de rogar muy eficazmente por la resurrección de todos sus hijos al fin de los tiempos; Cristo no le negará, sin duda alguna, lo que concedió, en los tiempos de la Iglesia, a los apóstoles: es a través de la libertad creada y glorificada de su Madre que el Hijo de Dios resucitará, a pedido suyo, a todos los muertos; ¿no es esto lo que el Damasceno había intuido cuando escribía, pensando primero -pero tal vez no únicamente, en la eficacia última del consentimiento a la maternidad divina: “María es la fuente de toda resurrección”?
Se podría presentar, todavía, otra razón: la Asunción corporal y espiritual de María, al manifestar la aceptación divina del sacrificio (doble y único) de su compasión al pie de la cruz y de su muerte de amor, constituye la prenda divinamente concedida de la última resurrección gloriosa de todos los elegidos, fruto supremo de su compasión y de su muerte, como de la oración de intercesión, que acompaña a ambos, en favor de este último despliegue de su maternidad espiritual: la glorificación física de todos sus hijos y hermanos en su único Hijo y Hermano; o también, si se prefiere, la prenda de la aceptación de esta oración. Gracias a ella, de una manera misteriosa, la maternidad espiritual será, el último día, indirectamente aunque realmente, física respecto de los cuerpos glorificados de los elegidos.
La Eucaristía se celebra en la Iglesia desde Pentecostés y continuará siendo celebrada hasta el día esta resurrección universal que tiene por prenda el cuerpo sacramental del Hijo de María. En cada misa, Cristo, su Madre y los Santos ofrecen por todos los hombres los méritos de sus muertes pasadas. El sacrificio eucarístico no es solamente el de Cristo, sino además el acto de toda la Iglesia, inclusive de la Iglesia celeste.
Hasta el fin del mundo, hasta la Parusía de Jesús y hasta la suya propia, desde Pentecostés, María ofrece su compasión y su muerte de amor (futura, luego pasada) en unión con la de Jesús, para la salvación del mundo entero. Ella ofrece sin cesar su triple consentimiento a la creación del universo, a la encarnación y a la muerte redentora de su Hijo (en tanto que ella incluye su propia muerte y también nuestras muertes), al Padre, en el Espíritu, con esta muerte, para nuestras resurrecciones gloriosas. Ella integra en esta ofrenda victoriosa la de sus comuniones terrestres de puro amor al cuerpo resucitado de su Hijo.
Ya son cerca de dos mil años que el Corazón inmaculado y resucitado de María ama con un doble amor, espiritual y sensible, a todos los corazones maculados y mortales de los miembros de la Iglesia, que ofrece sin cesar al Padre, junto al Corazón de su Hijo, en el sacrificio eucarístico de la Iglesia, de la que es miembro por excelencia, el ,miembro eminente y supereminente. María ofrece sin cesar, en cada misa, desde su Asunción, su muerte de amor como una súplica por nuestra muerte, con el fin de que esta sea también, gracias a su presencia maternal, una muerte de amor y de puro amor, pero igualmente para nuestra resurrección gloriosa, para que cada uno de nosotros resucite, bajo el soplo del Espíritu vivificante, en el último día.
Esto es todo lo que nos parece oscuramente implicado en la fe de la Iglesia y en su mención de la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, cada vez que la oración eucarística es celebrada, desde hace más de quince siglos. La presencia litúrgica de María es la presencia activa y real, en cada renovación de la Cena del Señor, de la oblación amante de su muerte y de su libre albedrío, mediante el cual cooperó moralmente a su propia resurrección, con miras a la resurrección física y gloriosa de todos sus hijos.
La mención de María en las plegarias eucarísticas significa sensiblemente una convicción de la Iglesia: es el seno del glorioso esplendor del misterio de su asunción, es en la visión inmutable del Padre y del Hijo que María está activamente presente en la liturgia de la Iglesia terrestre.
Es viendo frente a frente la decisión creadora de la Trinidad respecto del universo que María, al consentir con él en la adoración, coopera al punto de merecerla en unión con su Hijo encarnado. Si los Ángeles pudieron - y tal es explícitamente el pensamiento de santo Tomás - colaborar en el génesis del hombre, y si están llamados a cooperar más tarde en su gloriosa resurrección ¡cuánto más es evidente que María, inserta (a diferencia de ellos) en la unión hipostática, pudo cooperar no físicamente, sino moralmente, por su intercesión, a la creación y a la culminación del universo así como a su constante conservación entre ambos extremos. Volveremos a este punto en nuestras conclusiones.
En dos pasajes, la Escritura ofrece a semejantes vistas un fundamento alejado al mostrarnos a un Dios que revela a sus amigos, los profetas, sus proyectos (cf Amos 3, 7), un Dios que “espera” el consentimiento de María para encarnarse como para operar el milagro de Caná con miras a la nueva creación, a saber la Iglesia eucarística.
- I. Análisis filosófico de la maternidad
- II. Noción analógica de la maternidad en las culturas humana y en las Escrituras divinas
- III. La muerte de María y la celebración de la Eucaristía
- IV El don de María que Jesús hace a Juan incluye un mandamiento y una promesa
- V. La obediencia al mandato de la filiación espiritual de María
- VI. Implicaciones cósmicas de la maternidad espiritual: María, Madre del Mundo
- Conclusión
- Apéndice: El sentido mariano de los textos sapienciales
Traducido del francés por: José Gálvez Krüger
Director de la Revista Humanidades Studia Limensia
Recursos sobre la Inmaculada Concepción:
- Conoce el Dogma
- Novena a la Inmaculada
- Lecturas de la Misa
- Oración a la Inmaculada
- La maternidad espiritual de María en el pasado, el presente y el futuro de la Iglesia y del Mundo
- Catequesis de Juan Pablo II sobre la Inmaculada
- Juan Pablo II reza a la Inmaculada Concepción
- Plegaria de Juan Pablo II en 1984
- Oración Jubilar
- Encíclica Fulgens Corona
- Los santos escriben sobre la Inmaculada Concepción
- Estampas y Dibujos