Por Carlos Mayora Re
En nuestra peculiar forma de hablar, cuando alguien se refiere a un niño o una niña y les llama malcriados, está expresando una realidad compleja, pues el calificativo no agota lo relativo al ámbito de las buenas costumbres... De hecho malcriado y maleducado son entendidos en nuestro medio como sinónimos, pero el segundo término carece de una cierta carga sentimental que los salvadoreños añadimos al llamar a alguien "malcriado". Si observamos a nuestro alrededor, veremos cómo la malacrianza (o la "malcriadeza" como dice la gente), no es solamente una cuestión de edades, pues podemos encontrar maleducados para todos los gustos: desde niños o niñas caprichosos o desobedientes; hasta gerentes inescrupulosos o automovilistas abusivos; pasando por integrantes de maras juveniles, adolescentes "insoportables" o personas incapaces de salir de sí mismas y poder conformar un hogar estable. El muestrario de los maleducados -o malcriados, que viene a ser lo mismo-, es, pues, prácticamente inagotable.
Y es que, en el fondo, todo se reduce a una cuestión de principios: la educación debe conceptualizarse como un proceso y como el resultado del mismo. Si consideramos que no hay nunca una educación mala, sino sencillamente falta de educación, las personas estarán siempre educándose, y -visto de ese modo-, siempre estaremos "maleducados", pues nuestra formación no termina nunca; siempre hay algún aspecto de la personalidad, de los conocimientos, hábitos o actitudes que podremos educar en orden a alcanzar una mayor perfección de nosotros mismos en cuanto personas.
Por todo lo dicho se podrá comprender que puede haber personas muy bien educadas académicamente, pero maleducadas, o malcriadas, en otros importantísimas facetas de la personalidad. Así, nuestros problemas sociales encuentran su raíz más profunda en la falta de educación.
La pobreza, la desintegración familiar, el desempleo, el analfabetismo, las altas tasas de delincuencia; no tienen su causa última en razones extrínsecas tales como las estructuras sociales, la injusta distribución de la riqueza o el afán de poder que lleva a los hombres a aprovecharse unos de otros... La verdadera raíz de todas esas desgracias se encuentra en la falta de educación adecuada de las personas. Querer solucionar dichos problemas atacando solamente los factores extrínsecos que los provocan, sería tan ingenuo como pretender ignorar un ladrón en la propia casa apagando la luz con el fin de no verlo y hacerse la ilusión de que se ha ido.
Cuando la raíz del problema está en cada persona es necesario educar a cada uno y a cada una para que las repercusiones de un comportamiento personal negativo en la sociedad, disminuyan. Veamos un ejemplo. En ciertos países se han montado grandes campañas de prevención del SIDA teniendo como supuesto que la causa del problema es la ignorancia respecto al uso del preservativo. En buena lógica, con una instrucción adecuada de los ciudadanos el problema se vería menguado, sin embargo, los resultados han sido llamativamente contrarios a lo que se esperaba: la epidemia no sólo no ha disminuido sino que con preocupación se constatan cada vez más casos de la enfermedad.
En este caso queda patente una trampa en la que los seres humanos caemos con frecuencia: la confusión que lleva a identificar la instrucción con la educación. Instruir no es educar; educar es mucho más: es instruir, sí; pero también es ayudar al educando (sea éste un alumno, un ciudadano o un hijo) a emplear la propia voluntad orientándola al bien conveniente en cada momento; es fomentar la adquisición de valores operativos; es ayudar a las personas a forjarse ideales valiosos que actúen como guía en todos sus quehaceres; es, en resumen, ayudar a cada uno a alcanzar su propia perfección global poniendo en juego todas sus potencialidades.
Se ha repetido en varias oportunidades que los principales educadores son los padres de familia, y es verdad. Sin embargo, ante la carencia de valores positivos, ante la carencia de virtudes e incluso ante la carencia de capacidades en nuestros ciudadanos; surge espontánea la pregunta ¿quién educa a esos educadores? Sin duda alguna los hijos de padres con lagunas en su educación serán, a su vez, hijos maleducados. De aquí la importancia de que cada uno procure ser responsable, de verdad, de la educación de sus hijos. Y de que las instituciones educativas a quienes en cierta forma les son confiados por sus padres nuestros niños y adolescentes (las escuelas y colegios, los medios de comunicación, la Iglesia) consideren seriamente que su labor nunca quedará completa si se prescinde de los padres de familia en la educación de las futuras generaciones.
Termino considerando nuevamente que en términos reales no es posible hablar de una educación mala, sino sólo en cuanto dicha educación deja de lado puntos importantes en la formación de los hombres. Por esto, la única manera de disminuir el número de los malcriados, es aumentar el número de los bien educados; en el sentido más profundo de la expresión.