Cierta vez, un hombre pintó un cuadro de rara belleza. Satisfecho con el bello resultado de horas de trabajo, el hombre invitó a la prensa y el público para ver su obra. El día de la presentación, todos asistieron: autoridades locales, fotógrafos, periodistas y mucha gente, pues el pintor tenía fama de gran artista.
Llegado el momento, tiró del paño que cubría el cuadro. Primero las personas miraron atónitas tal belleza y después hubo un caluroso aplauso. El cuadro mostraba la imagen de Cristo, con los ojos tristes, casi pesarosos, tocando la puerta de una casa. El realismo de la pintura era tal que Jesús parecía vivo, con sus suaves manos como pájaros tocando con sus dedos la madera de la puerta. Sus ojos parecían mirar directamente a quien lo veía y percibíamos en Él una prisa, ansiedad y deseo de ver la puerta abrirse.
Las personas fueron a felicitar al pintor, hubo discursos y elogios.
Todos admiraban aquella obra de arte. Por fin, un observador curioso halló una falla al cuadro: ¡La puerta no tenía manija! ¿cómo se hará para abrirla?
Así es, respondió el pintor: esta es la puerta del corazón humano, sólo se abre desde adentro.
¿Ya le abriste tu corazón a Cristo?