Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia
con ocasión del Jueves Santo 1979.
S.S. Juan Pablo II
8. Significado del celibato
Permitid que me refiera aquí al problema del celibato sacerdotal. Lo trataré sintéticamente, porque ha sido expuesto ya de manera profunda y completa durante el concilio, luego en la encíclica Sacerdotales coelibatus y después en la sesión ordinaria del Sínodo de los obispos del año 1971. Tal reflexión se ha demostrado necesaria, tanto para presentar el problema de modo aún más maduro como para motivar todavía más profundamente el sentido de la decisión que la Iglesia latina ha asumido desde hace siglos, y a la que ha tratado de permanecer fiel, queriendo también en el futuro mantener esta fidelidad. La importancia del problema en cuestión es tan grave y su unión con el lenguaje del mismo Evangelio tan íntima, que no podemos en este caso pensar con categorías diversas de las que se han servido el concilio, el Sínodo de los obispos y el mismo gran papa Pablo VI. Podemos sólo intentar comprender este problema más profundamente y responder de forma más madura, liberándonos tanto de las varias objeciones que siempre -como sucede hoy también- se han levantado contra el celibato sacerdotal como de las diversas interpretaciones que se refieren a criterios extraños al Evangelio, a la tradición y al magisterio de la Iglesia; criterios, añadamos, cuya exactitud y base «antropológica» se revelan muy dudosos y de valor relativo.
No debemos, por lo demás, maravillarnos demasiado de estas objeciones y críticas que en el período posconciliar se han intensificado, aunque da la impresión de que actualmente, en algunas partes, van atenuándose. Jesucristo, después de haber presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio «por el reino de los cielos», ¿no ha añadido tal vez aquellas palabras significativas: «El que pueda entender, que entienda»? La Iglesia latina ha querido y sigue queriendo, refiriéndose al ejemplo del mismo Cristo Señor, a la enseñanza de los apóstoles y a toda la tradición auténtica, que abracen esta renuncia «por el reino de los cielos» todos los que reciben el sacramento del orden. Esta tradición, sin embargo, está unida al respeto por las diferentes tradiciones de las otras Iglesias. De hecho, ella constituye una característica, una peculiaridad y una herencia de la Iglesia latina, a la que ésta debe mucho y en la que está decidida a perseverar, a pesar de todas las dificultades a las que una tal fidelidad podría estar expuesta; a pesar también de los síntomas diversos de debilidad y crisis de determinados sacerdotes. Todos somos conscientes de que «llevamos este tesoro en vasos de barro»; no obstante, sabemos muy bien que es precisamente un «tesoro».
¿Por qué un tesoro? ¿Queremos tal vez con esto disminuir el valor del matrimonio y la vocación a la vida familiar? ¿O bien sucumbimos al desprecio maniqueo por el cuerpo humano y por sus funciones? ¿Queremos tal vez depreciar de algún modo el amor, que lleva al hombre y a la mujer al matrimonio y a la unión conyugal del cuerpo, para formar así «una carne sola»? ¿Cómo podremos pensar y razonar de tal manera, si sabemos, creemos y proclamamos, siguiendo a San Pablo, que el matrimonio es un «misterio grande», refiriéndose a Cristo y a la Iglesia? Ninguno, sin embargo, de los motivos con los que a veces se intenta «convencernos» acerca de la inoportunidad del celibato corresponde a la verdad que la Iglesia proclama y que trata de realizar en la vida a través de un empeño concreto, al que se obligan los sacerdotes antes de la ordenación sagrada. Al contrario, el motivo esencial, propio y adecuado está contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de la renuncia al matrimonio por el reino de los cielos, y que San Pablo proclamaba, escribiendo que cada uno en la Iglesia tiene su propio don. El celibato es precisamente un «don del Espíritu». Un don semejante, aunque diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero y fiel, orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del sacramento del matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere responder plenamente a su vocación en Jesucristo, será necesario que se realice también en ella, en proporción adecuada, ese otro «don», el don del celibato «por el reino de los cielos»
¿Por qué motivo la Iglesia católica latina une este don no sólo a la vida de las personas que aceptan el estricto programa de los consejos evangélicos en los institutos religiosos, sino además a la vocación al sacerdocio conjuntamente jerárquico y ministerial? Lo hace porque el celibato «por el reino» no es sólo un «signo escatológico», sino porque tiene un gran sentido social en la vida actual para el servicio del Pueblo de Dios. El sacerdote, con su celibato, llega a ser «el hombre para los demás», de forma distinta a como lo es uno que, uniéndose conyugalmente con la mujer, llega a ser también él, como esposo y padre, «hombre para los demás» especialmente en el área de su familia: para su esposa y, junto con ella, para los hijos, a los que da la vida. El sacerdote, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad y casi otra maternidad, recordando las palabras del Apóstol sobre los hijos que él engendra en el dolor. Ellos son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos de cuantos puede abrazar una simple familia humana. La vocación pastoral de los sacerdotes es grande y el concilio enseña que es universal: está dirigida a toda la Iglesia y, en consecuencia, es también misionera. Normalmente, ella está unida al servicio de una determinada comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y amor. El corazón del sacerdote, para estar disponible a este servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo de una libertad que es para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea, «ministerial», está -según la tradición de nuestra Iglesia- más estrechamente ordenado al sacerdocio común de los fieles.
9. Prueba y responsabilidad
Fruto de un equívoco -por no decir de mala fe- es la opinión, a menudo difundida, según la cual el celibato sacerdotal en la Iglesia católica sería simplemente una institución impuesta por ley a todos los que reciben el sacramento del orden. Todos sabemos que no es así. Todo cristiano que recibe el sacramento del orden acepta el celibato con plena conciencia y libertad, después de una preparación de años, de profunda reflexión y de asidua oración. El toma la decisión de vivir por vida el celibato sólo después de haberse convencido de que Cristo le concede este don para el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás. Sólo entonces se compromete a observarlo durante toda la vida. Es natural que tal decisión obliga no sólo en virtud de la «ley» establecida por la Iglesia, sino también en función de la responsabilidad personal. Se trata aquí de mantener la palabra dada a Cristo y a la Iglesia. La fidelidad a la palabra es, conjuntamente, deber y comprobación de la madurez interior del sacerdote y expresión de su dignidad personal.
Esto se manifiesta con toda claridad cuando el mantenimiento de la palabra dada a Cristo, a través de un responsable y libre compromiso celibatario para toda la vida, encuentra dificultades, es puesto a prueba o bien está expuesto a la tentación, cosas todas ellas a las que no escapa el sacerdote, como cualquier otro hombre y cristiano. En tal circunstancia, cada uno debe buscar ayuda en la oración más fervorosa. Debe, mediante 1a oración, encontrar en sí mismo aquella actitud de humildad y de sinceridad respecto a Dios y a la propia conciencia, que es precisamente la fuente de la fuerza para sostener lo que vacila. Es entonces cuando nace una confianza similar a la que San Pablo ha expresado con estas palabras: «Todo lo puedo en aquel que me conforta». Estas verdades son confirmadas por la experiencia de numerosos sacerdotes y probadas por la realidad de la vida. La aceptación de las mismas constituye la base de la fidelidad a la palabra dada a Cristo y a la Iglesia, que es al mismo tiempo la comprobación de la auténtica fidelidad a sí mismo, a la propia conciencia, a la propia humanidad y dignidad. Es necesario pensar en todo esto, especialmente en los momentos de crisis, y no recurrir a la dispensa, entendida como «intervención administrativa», como si en realidad no se tratara, por el contrario, de una profunda cuestión de conciencia y de una prueba de humanidad. Dios tiene derecho a tal prueba con respecto a cada uno de nosotros, dado que la vida terrenal es un período de prueba para todo hombre. Pero Dios quiere igualmente que salgamos victoriosos de tales pruebas, y nos da la ayuda necesaria.
Tal vez no sin razón, es preciso añadir aquí que el compromiso de la fidelidad conyugal que deriva del sacramento del matrimonio crea en ese terreno obligaciones análogas, y que tal vez llega a ser un campo de pruebas similares y de experiencias para los esposos, hombres y mujeres, los cuales, precisamente en estas «pruebas de fuego», tienen posibilidad de comprobar el valor de su amor. En efecto, el amor en toda su dimensión no es sólo llamada, sino también deber. Añadamos finalmente que nuestros hermanos y hermanas unidos en el matrimonio tienen derecho a esperar de nosotros, sacerdotes y pastores, el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a la vocación hasta la muerte, fidelidad a la vocación que nosotros elegimos mediante el sacramento del orden, como ellos la eligen a través del sacramento del matrimonio. También en este ámbito y en este sentido debemos entender nuestro sacerdocio ministerial como «subordinación» al sacerdocio común de todos los fieles, de los seglares, especialmente de los que viven en el matrimonio y forman una familia. De este modo, nosotros servimos «a la edificación del Cuerpo de Cristo»; en caso contrario, más que cooperar a su edificación, debilitamos su unión espiritual. A esta edificación del Cuerpo de Cristo está íntimamente unido el desarrollo auténtico de la personalidad humana de todo cristiano -como también de cada sacerdote-, que se realiza según la medida del don de Cristo. La desorganización de la estructura espiritual de la Iglesia no favorece, ciertamente, el desarrollo de la personalidad humana y no constituye su justa verificación.
JUAN PABLO II. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo 1979, nn. 8-9. En: ESQUERDA BIFET, Juan. El sacerdocio hoy. Madrid; BAC 1983, 1era edición, pp. 429-433.
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