La Iglesia, que desde el principio del Ciclo Pascual ha seguido a Jesús en su ministerio apostólico contempla enlutada, en el Tiempo de Pasión, los acontecimientos dolorosos en que abundó su último año (Semana de Pasión), y la postrera semana (Semana Santa) de su vida mortal.
La rabia de los émulos del Salvador, que acrece por días, a va a estallar por fin; y el Viernes Santo nos recordará el más atroz de los crímenes, y el drama sangriento del Gólgota, anunciado por los profetas y por el mismo Jesús. Así que la liturgia, confrontando el Antiguo con el Nuevo testamento, establece un curiosos paralelo entre las palabras de San Pablo y de los Evangelistas referentes a la Pasión, y los clarísimos vaticinios de Jeremías e Isaías, de David, de Jonás y de Daniel.
Al acercarse ya el trágico desenlace, los acentos de dolor en que la Iglesia prorrumpe son cada vez más desgarradores, y pronto oiremos sus lamentos por su Esposo que ha desaparecido. “El cielo de la Iglesia, escribe “Dom Guéranger, se va poniendo más y más sombrío”. Como en los días de la tormenta, vemos acumularse en el horizonte siniestros y densos nubarrones. Va a caer el rayo de la divina Justicia, desgarrando a Jesús que por amor a su Padre y a nosotros se hizo hombre. En virtud de la misteriosa solidaridad que enlaza entre sí a los distintos miembros de la familia humana, ese Dios hecho carne ha sustituido a sus hermanos culpables. Para eso “se reviste de nuestras culpas como de un manto”, en frase del Profeta, y “se hace pecado por nosotros” a fin de poder llevarlo con su carne a la cruz, y destruirlo con su muerte. En el huerto de Getsemaní, los pecados de todos los siglos y de todas las almas se agolpan horribles y repugnantes en fangosas oleadas sobre el alma purísima de Jesús, el cual se convierte en “¡receptáculo de todo el barro humano, en sentina de la creación! (Mons.Gay. Ser. Juez. S.)
Su mismo Padre, violentando el amor entrañable que le tiene, debe tratarle como a un ser maldito, porque escrito está: “Maldito todo aquel que pende de un leño”. Y es que la obra de nuestra salvación reclamaba que Jesús “fuera cosido al madero de la cruz, para que precisamente lo que nos había dado la muerte nos devolviera la vida; y que el que por el leño nos había vencido, por el leño lo fuese también a su vez por Jesucristo Señor nuestro”.
Vemos pues, trabados en duelo desigual al Príncipe de la vida y a de la muerte; pero “Cristo es quien triunfa, inmolándose”. Y, en efecto, el Domingo de Ramos sale cual sale un valeroso conquistador, seguro de sí mismo, aclamado y coronado con palmas y laureles”, “símbolos de la victoria que iba a reportar”.
“Alégrate, hija de Jerusalén, porque mira que tu Dios viene a Ti”, dice le profeta Zacarías, y la turba tiende sus vestidos por el suelo, cual se estilaba al hacer la entrada triunfal de los reyes, gritando: ¡Bendito sea el que viene como rey en el nombre del señor!” Jesús entra en su capital de Jerusalén y sube al trono precioso de su sangre “vestido de regia púrpura”, y encima de él Judíos y Romanos escriben en las tres lenguas entonces más usadas su glorioso título de “Jesús Nazareno, rey de los Judíos, “El oráculo de David se cumplió: Dios reinará por el leño”, que siendo hasta entonces padrón de ignominia, se trueca en “estandarte del rey” y “nuestra única esperanza en el Tiempo de Pasión”. Nos postramos ante la cruz, porque por el madero se devolvió la alegría al universo mundo”. Para demostrar a las claras que la iglesia considerará en adelante desde ese punto de vista a Jesús en la cruz, los antiguos artistas cristianos ponían al Crucifijo corona heráldica y real. La humillación de Cristo había sido, en efecto, para su Padre una glorificación, para Satanás una derrota, para Jesús un triunfo y para nosotros una expiación infinita. Y la Iglesia, que hará resaltar en su liturgia pascual el aspecto vivificador de la muerte de Jesús, procura que ya esté embebida de ese mismo pensamiento al liturgia del Tiempo de Pasión; porque la muerte de Cristo, imagen de nuestra muerte al pecado, y su resurrección, modelo de la resurrección nuestra a la vida sobrenatural, son como las dos caras del misterio de la Pascua de Jesús Crucificado y Pascua de Jesús resucitado.
Por eso también, en la noche Pascual los catecúmenos “eran sepultados por el Bautismo con Jesús en su muerte, y resucitaban con Él a nueva vida”.
Y efectivamente, al fin de la Cuaresma y en los días en que la Iglesia celebra el recuerdo de la muerte y del triunfo de Jesús, exigían los Concilios que se administrasen a los Catecúmenos los sacramentos del Bautismo y Eucaristía, y que se les reconciliase por medio de la absolución sacramental a los públicos penitentes. De este modo, el Tiempo de pasión y de Pascua, a la vez que señalaba para todos los cristianos el aniversario de la recepción de tan grandes beneficios, les recordaba cómo la Pasión y la Resurrección de Cristo son la causa eficiente y ejemplar de la suya, y les permitía asociarse a ellas cada año de un modo más cabal, más íntimo. Estas fiestas no eran un mero recuerdo histórico, referente a la sola persona de Jesús, sino una realidad viviente para todo su místico cuerpo: El luto del Gólgota, cundía por el mundo entero, e que la Iglesia, con Cristo su Cabeza, ganaba todos los años una nueva victoria sobre Satanás. Este mismo pensamiento consumaba la iniciación de los catecúmenos y excitaba de un modo más apremiante al arrepentimiento a los penitentes públicos, que cifraban sus esperanzas en “la inmolación del Cordero”, cuanto más próximos a ella se veían. El Tiempo de Pasión, por s conexión con el Tiempo Pascual quiere traernos el recuerdo del Bautismo en que nuestra alma fue lavada con la sangre de Jesús, y de nuestra primera Comunión, en que vino a beber de ella; y por la Confesión y Comunión Pascuales, vestigios de la disciplina penitencial y bautismal de antaño, este Tiempo nos hace morir y resucitar más y más con Cristo.
Transcrito por José Gálvez Krüger para ACI Prensa
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