1. Se nos acaba de proponer el cántico de un hombre fiel al Dios santo. Se trata del Salmo 91, que como sugiere el antiguo título de la composición, era utilizado por la tradición judía «para el día del sábado» (versículo 1). El himno comienza con un llamamiento generalizado a celebrar y alabar al Señor con el canto y la música (Cf. versículos 2-4). Es un filón de oración que parece no interrumpirse nunca, pues el amor divino debe ser exaltado en la mañana, cuando inicia la jornada, pero debe ser proclamado también durante el día y durante el largo transcurrir de las horas nocturnas (Cf. versículo 3). Precisamente la referencia a los instrumentos musicales, que hace el Salmista en la invitación de la introducción, provocó en san Agustín esta meditación, que aparece dentro de su «Exposición» sobre el Salmo 91: «¿Qué significa, hermanos, entonar himnos con la cítara? La cítara es un instrumento musical de cuerdas. Nuestro salterio es nuestro obrar. Aquel que realiza obras buenas con las manos eleva himnos a Dios con la cítara. Quien confiesa con la boca, canta a Dios. ¡Canta con la boca! ¡Pronuncia salmos con las obras!... Pero, entonces, ¿quiénes cantan? Quienes realizan el bien con alegría. El canto, de hecho, es signo de alegría. ¿Qué dice el apóstol? "Dios ama al que da con alegría" (2 Corintios 9,7). Hagas lo que hagas, hazlo con alegría. Entonces haces el bien y lo haces bien. Si, por el contrario, actúas con tristeza, aunque a través tuyo se obre el bien, no eres tú quien lo realiza» («Exposiciones sobre los Salmos, III, Roma 1976, páginas 192-195).
2. A través de las palabras de san Agustín, podemos entrar en el corazón de nuestra reflexión y afrontar el tema fundamental del Salmo: el del bien y el mal. Tanto el uno como el otro son sopesados por el Dios justo y santo, «excelso por los siglos» (v. 9), el que es eterno e infinito, a quien no se le escapa ninguna de las acciones del hombre.
Se confrontan, de este modo, de manera reiterada, dos comportamientos opuestos. La conducta del fiel está dedicada a celebrar las obras divinas, a penetrar en la profundidad de los pensamientos del Señor y por este camino su vida irradia luz y alegría (Cf. versículos 5-6). Por el contrario, el hombre perverso es descrito en su cerrazón, incapaz de comprender el sentido escondido de las vicisitudes humanas. La fortuna momentánea le hace ser temerario, pero en realidad es íntimamente frágil y tras el efímero éxito se encamina hacia el fracaso y la ruina (Cf. versículos 7-8). El salmista, siguiendo el modelo de interpretación frecuente en el Antiguo Testamento, el de la retribución, está convencido de que Dios recompensará a los justos ya en esta vida, dándoles una vejez feliz (cf. versículo 15) y pronto castigará a los malvados.
En realidad, como afirmará Job y enseñará Jesús, la historia no se puede interpretar de una manera tan lineal. La visión del Salmista se convierte, por tanto, en una súplica al Dios justo y «excelso» (cf. versículo 9) para que entre en los acontecimientos humanos para juzgarlos, haciendo resplandecer el bien.
3. El contraste entre el justo y el malvado es retomado de nuevo por el que ora. Por un lado, presenta a los «enemigos» del Señor, los «malhechores», una vez más destinados a la dispersión y al fracaso (Cf. versículo 10). Por otro lado aparecen en todo su esplendor los fieles, encarnados por el Salmista, que se describe a sí mismo con imágenes pintorescas, tomadas de la simbología oriental. El justo tiene la fuerza irresistible de un búfalo y está dispuesto a desafiar toda adversidad; su frente es consagrada con el aceite de la protección divina, que se convierte en una especie de escudo, que defiende al elegido dándole seguridad (Cf. versículo 11). Desde lo alto de su potencia y seguridad, el que ora ve cómo los inicuos se precipitan en el abismo de su ruina (Cf. versículo 12).
El Salmo 91 rezuma, por tanto, felicidad, confianza, optimismo: dones que tenemos que pedir a Dios precisamente en nuestro tiempo, en el que se insinúa con facilidad la tentación de la desconfianza e incluso de la desesperación.
4. Nuestro himno, en la estela de la profunda serenidad que lo atraviesa, echa al final una mirada a los días de la vejez de los justo y los prevé también serenos. Cuando lleguen esos días, el espíritu del que ora seguirá siendo vivaz, alegre y operante (Cf. versículo 15). Se siente como las palmeras o los cedros, que han sido plantados en los patios del templo de Sión (Cf. versículos 13-14).
Las raíces del justo se hunden en el mismo Dios de quien recibe la savia de la gracia divina. La vida del Señor lo alimenta y lo transforma, haciéndolo floreciente y fecundo, es decir, capaz de darse a los demás y de testimoniar la propia fe. Las últimas palabras del salmista, en esta descripción de una existencia justa y operante y de una vejez intensa y activa, están ligadas al anuncio de la perenne fidelidad del Señor (Cf. versículo 16). Podemos concluir, por tanto, con la proclamación del canto que se eleva al Dios glorioso en el último Libro de la Biblia, el Apocalipsis: un libro de lucha terrible entre el bien y el mal, pero también de esperanza en la victoria final de Cristo: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones!... Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque han quedado de manifiesto tus justos designios» (15,3-4).
Audiencia del Miércoles 03 de setiembre del 2003