Entre todas las obras memorables que obró nuestro Salvador en este mundo, una de las más dignas de perpetua recordación es aquella postrera cena que cenó con sus discípulos. Donde no solamente se cenó aquel cordero figurativo que mandaba la ley, sino el mismo Cordero sin mancilla, que era figurado por la ley.
En el cual convite resplandece primeramente una maravillosa suavidad y dulzura de Cristo, en haber querido asentarse a una mesa con aquella pobre escuela, que es con aquellos pobres pescadores, y juntamente con el traidor que lo había de vender, y comer con ellos en un mismo plato. Resplandece también una espantosa humildad, cuando el Rey de la gloria se levantó de la mesa, y ceñido con un lienzo a manera de siervo, echó agua en un baño, y postrado en tierra, comenzó a lavar los pies de los discípulos, sin excluir de ellos al mismo Judas que lo había vendido. Y resplandece sobre todo esto una inmensa liberalidad y magnificencia de este Señor, cuando a aquellos primeros sacerdotes, y en aquellos a toda la Iglesia, dio su sacratísimo cuerpo en manjar, y su sangre en bebida: para que lo que había de ser el día siguiente sacrificio y precio inestimable del mundo, fuese nuestro perpetuo viático y mantenimiento, y también nuestro sacrificio cotidiano.
Mas ¿quién podrá explicar los efectos y virtudes de este nobilísimo sacramento? Porque con él por una manera maravillosa es unida el ánima con su esposo, con él se alumbra el entendimiento, avívase la memoria, enamórase la voluntad, deléitase el gusto interior, acreciéntase la devoción, derrítense las entrañas, ábrense las fuentes de las lágrimas, adorméscense las pasiones, despiértanse los buenos deseos, fortaléscese nuestra flaqueza, y toma con el aliento para caminar hasta el monte de Dios. Oh maravilloso sacramento, ¿qué aire de ti? ¿Con qué palabras te alabaré? Tú eres vida de nuestras ánimas, medicina de nuestras llagas, consuelo de nuestros trabajos, memorial de Jesucristo, testimonio de su amor, manda preciosísima de su testamento, compañía de nuestra peregrinación, alegría de nuestro destierro, brasas para encender el fuego del divino amor y prenda y tesoro de la vida cristiana.
¿Qué lengua podrá dignamente contar las grandezas de este Sacramento? ¿Quién podrá agradecer tal beneficio? ¿Quién no se derretirá en lágrimas, viendo a Dios corporalmente unido consigo? Faltan las palabras y desfallece el entendimiento, considerando las virtudes de este soberano misterio: mas nunca debe faltar en nuestras ánimas el uso, el agradecimiento de él.
La Oración del Huerto
Acabada, pues, la sacratísima cena y ordenados los misterios de nuestra salud, abrió el Salvador la puerta a todas las angustias y dolores de su pasión, para que todos viniesen a embestir sobre su piadoso corazón, para que primero fuese crucificado y atormentado en el ánima que lo fuese en su misma carne. Y así dicen los evangelistas que tomó consigo tres discípulos suyos de los más amados, y comenzando a temer y angustiarse, díjoles aquellas tan dolorosas palabras: Triste esta mi ánima hasta la muerte; esperádme aquí, y velad conmigo. Y Él, apartándose un poco de ellos, fuese a hacer oración: para enseñarnos a recorrer a esta sagrada áncora todas las veces que nos halláremos cercados de alguna grave tribulación. Y la tercera vez que oró, fue tan grande la agonía y tristeza de su ánima, que comenzó a sudar gotas de sangre, que corrían hasta el suelo, y a decir aquellas palabras: Padre, si es posible, traspasa este cáliz de mí.
Considera, pues, al Señor en este paso tan doloroso, y mira como representándosele allí todos los tormentos que había de padecer, y aprehendiendo perfectísimamente con aquella imaginación suya nobilísima tan crueles dolores como se aparejaban para el más delicado de los cuerpos, y poniéndosele delante todos los pecados del mundo, por los cuales padecía, y el desagradecimiento de tantas ánimas que ni habían de reconocer este beneficio, ni aprovecharse de este tan grande y tan costoso remedio, fue su ánima en tanta manera angustiada, y sus sentidos y carne delicadísima tan turbados, que todas las fuerzas y elementos de su cuerpo se destemplaron, y la carne bendita se abrió por todas partes y dio lugar a la sangre que manase por toda ella hasta correr en tierra. Y si la carne, que de sola recudida padecía estos dolores, tal estaba, ¡qué tal estaría el ánima que derechamente los padecía.
Testigos de esto fueron aquellas preciosas gotas de sangre que de todo su sacratísimo cuerpo corrían: porque una tan extraña manera de sudor como éste, nunca visto en el mundo, declara haber sido éste el mayor de todos los dolores del mundo, como a la verdad lo fue. Pues, oh Salvador y Redentor mío, ¿de dónde a ti tanta congoja y aflicción, pues tan de voluntad te ofreciste por nosotros a beber el cáliz de la pasión?
Esto hiciste, Señor, para que mostrándonos en tu persona tan ciertas señales de nuestra humanidad, nos firmases en la fe, y descubriéndonos en ti este linaje de tremores y dolores, nos esforzases en la esperanza, y padeciendo por nuestra causa tan terribles tormentos como aquí padeciste, nos encendieses en tu amor.
Fray Luis de Granada
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