Creyó contra toda esperanza (Rom 4,18)
Un ideal apostólico, a punto de abrirse a la vida, tronchado por una descarga mortal. El joven P. Monzón, de ilusión misionero, y como lema, cumplir la voluntad de Dios. Dios en cambio lo quiso para mártir. Una vida de 24 años, forjada en el seno de una familia cristiana y madurada en la ascética de la vida conventual adquirió el grado de madurez necesaria, y fue trasplantada al reino de lo eterno.
Su muerte, posiblemente intuida, le movió a prepararse santamente. Ni se arriesgó, ni se acobardó, esperó la hora de Dios. Días y noches escondido en campo abierto, días recluido en la cárcel, con muchas horas de meditación, fueron el oportuno preludio martirial. Dios rubricó el sacrificio de su siervo, señalando con un arco de potente luz el lugar de su sacrificio a devotos amigos que lo buscaban.
De corazón bondadoso, con ingenuidad de santo, deseoso de llevar almas a Dios, ha recibido la gracia de poder hacerlo desde el mismo corazón del Señor, pocas semanas después de haber recibido la unción sacerdotal.
Sus últimas palabras, de hondura cristológica y grandeza épica, fueron: «¡Dios mío! Jesucristo derramó su sangre por mí; ahora yo la derramaré por Él». Un brutal empujón, y poco después una seca descarga lo sellaron definitivamente.