Varón de hondo espíritu religioso y elevado sentido de austeridad, sus penitencias eran proverbiales y notorias, físicas y morales. De plena obediencia ejerció ministerios varios y diversos destinos. Carácter duro que compensaba y dominaba con seria humildad y reconocimiento de sus limitaciones. Alguien dijo de él que para la cima de la santidad sólo le faltaba el martirio. El Señor se lo concedió en julio de 1936, a sus 66 años de edad.
Dispuesto y bien preparado para el martirio, sirvió de ejemplo y estímulo para los demás en las horas trágicas que precedieron al sacrificio de su vida. Recordóles la conveniencia de la confesión sacramental en aquellos momentos, y la absoluta necesidad de perdonar evangélicamente. Por querer ayudar al religioso mayor del grupo, que se desplazaba con dificultad, ambos fueron apresados y fusilados con todo el grupo de dominicos que había quedado en el pueblo.
Malherido, caído en tierra, juntó las manos, miró al Cielo, y le oyeron musitar: «¡Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen!». Fueron sus últimas palabras.