Sin ninguna duda. El fenómeno del SIDA no sólo plantea numerosas cuestiones morales que afectan al hombre de nuestros días, sino que en sí mismo contiene una dimensión moral que no se puede soslayar ni ignorar sin correr el riesgo cierto de enfrentarse a esta cuestión erróneamente y, en consecuencia, de equivocar las vías para su tratamiento global.
El SIDA no es un fenómeno técnico en el que se introducen dimensiones morales añadidas, algo así como superpuestas. Por el contrario, el SIDA aparece, se desarrolla y se combate en un contexto personal y social al que la dimensión moral ni es ni puede ser ajena, como ocurre con otras muchísimas manifestaciones de la vida. Esta es, entre otras, la razón de ser de este documento.
88. Pero, ¿no está la Iglesia católica inmiscuyéndose en un fenómeno que, efectivamente, tiene connotaciones éticas, pero de ética civil, que pretende llevar al terreno religioso?
Ciertamente, no. Este es un error muy extendido, fruto de la propensión a relegar las cuestiones morales a la intimidad de la conciencia de cada individuo y a negar legitimidad a toda pretensión de otorgarles trascendencia social y jurídica. Este mismo error se comete cuando, en relación con otras materias (como el aborto provocado o la eutanasia, por ejemplo), se intenta despreciar la enseñanza moral de la Iglesia alegando que estará muy bien para los cristianos, pero que otra cosa son los no creyentes; esta actitud conduce, en su propia lógica, al absurdo de considerar que el hecho de que la Iglesia repruebe el homicidio, el robo, la violación o la estafa ya convierte el juicio moral sobre estos comportamientos en cuestión exclusiva para creyentes.
Es falsa esa división radical entre moral civil y religiosa. La moral tiene un fundamento común a todos los hombres (la ley natural), inscrito por Dios en el corazón y manifiesto en la misma su misma naturaleza y, por ello, en principio todo hombre es capaz de percibirlo con las solas luces de su razón. Por eso, transferir a un supuesto ámbito exclusivo de moral religiosa lo que es patrimonio moral común empobrece la condición humana y reduce su dignidad.
89. Entonces, la Iglesia, ¿no añade nada a ese patrimonio moral común y, por lo tanto, no tiene ninguna palabra específica para los cristianos en relación con el SIDA?
La Iglesia, a partir de ese patrimonio moral común a todo hombre, eleva la consideración del fenómeno hacia una dimensión espiritual específica fundada en la novedad del hombre redimido y en el seguimiento de Cristo. La razón, iluminada por la fe, puede abarcar en todo su profundo y pleno sentido el valor del dolor de los enfermos, del sacrificio de sus próximos y de la solicitud y solidaridad fraterna hacia todos ellos por parte de los miembros de la familia cristiana. Esta visión religiosa no sólo no niega las exigencias de la verdad moral natural, sino que los motiva, los perfecciona y los inserta en la obra redentora de Jesucristo que "pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo" (Hch 10,38). Así, otorga al sufrimiento un valor corredentor que, sin la fe, no se comprendería.
Por otra parte, la dimensión específicamente religiosa de la actitud de la Iglesia en relación con el fenómeno del SIDA, ayuda a comprender mejor y a valorar en toda su hondura la importancia de la caridad, es decir, del amor hacia las personas que sufren, "con Cristo, el Buen Samaritano, que cura con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza" (Misal Romano, Prefacio VIII del Sanctus, tiempo ordinario). El cristiano dispone, gracias a su fe, de un auxilio espiritual que le ayuda a acercarse a los que padecen la enfermedad cualquiera que haya sido su conducta. El cristiano entiende bien que el error moral no hace a las personas menos merecedoras de atención, sino al contrario, como enseña la parábola del hijo pródigo, más necesitadas, si cabe, de ser amadas y ayudadas.
Por tanto, la Iglesia ofrece dos dimensiones nuevas -por lo demás, razonables y enteramente homogéneas con la ética y el sentido común- al tratamiento del fenómeno del SIDA: la espiritual y la pastoral, que en el fondo puede decirse que son la misma cosa, pues procede del único amor de un Padre descubierto en el Hijo y derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
90. ¿Cuál es el juicio moral de la Iglesia respecto a las relaciones conyugales cuando existe riesgo de contagio del SIDA por estar uno de los esposos infectado?
Las relaciones conyugales forman parte esencial del derecho que mutuamente y de modo exclusivo se otorgan los esposos al casarse. Los casados tienen el derecho y el deber de expresarse su amor también mediante la unión sexual: este contacto corporal íntimo especifica el amor matrimonial frente a otras formas de amor, como la amistad. Pero cuando uno de los esposos está infectado por el virus del SIDA, las relaciones sexuales se convierten en gravemente peligrosas para el cónyuge sano, de forma que el cónyuge infectado que busca la relación genital con el sano, lo está exponiendo a un grave riesgo de contraer una enfermedad que, hoy por hoy, no tiene curación.
Entran así en conflicto el deseo amoroso de la donación conyugal y la obligación, reforzada por el amor, de no hacer daño al otro. Este conflicto se resuelve cuando el cónyuge infectado de SIDA se da cuenta de que una relación sexual con la persona que ama implica también un riesgo grave para la vida o la salud de la misma. Por otra parte, nadie está obligado a arriesgar su vida por tener una relación conyugal con la que persona que ama o por atender a sus obligaciones, a no ser que el negarse a asumir ese riesgo ponga en peligro bienes de similar relevancia, cuya protección le está encomendada, en razón del bien común. Obligar a alguien a correr el riesgo de perder la salud o la vida fuera de estas circunstancias es, incluso, un abuso del derecho, y no puede ser una obligación moral.
El cónyuge seropositivo (capaz de infectar) no puede exigir la relación sexual a su cónyuge no infectado. Aunque en ciertos casos muy excepcionales, y por razones gravísimas (debido a la gravedad del quinto precepto del decálogo, que impone conservar la propia vida) el otro cónyuge podría lícitamente acceder, corriendo el gravísimo peligro de contraer una enfermedad tan grave en un acto heroico de caridad, esto es en la práctica rarísimo.
91. ¿Deberían valorar además los cónyuges el riesgo de engendrar hijos contagiados, a la hora de decidir mantener relaciones sexuales, cuando uno de ellos padece el SIDA?
Sí. Como en toda decisión libre, los seres humanos debemos valorar el bien y el mal que se derivan de nuestros actos, y la posibilidad de engendrar un hijo que puede nacer infectado con el virus del SIDA es algo que unos esposos responsables no deben ignorar al tomar la decisión de mantener relaciones íntimas. Aunque es cierto que la transmisión "vertical" del virus del SIDA es muy poco frecuente en la actualidad, en los países desarrollados (ver cuestión número 20), que un hijo es un bien en sí mismo aunque esté gravemente enfermo, y que existen bienes del matrimonio (como la fidelidad) que deben ser realizados, tener un hijo en estas circunstancias no es aconsejable.
Los bienes del matrimonio se pueden realizar de muchas otras formas diversas. Evitar la descendencia en estas situaciones, no puede significar el empleo de medios inmorales, tales como el aborto y la contracepción. La abstinencia (ver cuestión número 59) es siempre posible, y también en el matrimonio. Son muchas las situaciones que hacen aconsejable la continencia dentro del matrimonio.
92. ¿Sería legítimo en este caso el uso del preservativo, que evitaría a la vez los riesgos de contagio al cónyuge sano y de engendrar un hijo enfermo?
No. El uso del preservativo, como el de cualquier otro método de contracepción, no es moralmente lícito en ningún caso, por extremo y dramático que éste pueda ser. No es ésta una problemática que se plantee sólo respecto al SIDA: existen otras enfermedades o características hereditarias que llevan a los cónyuges a tener que optar entre la abstinencia de relaciones sexuales o la asunción del riesgo de generar hijos enfermos. En estos casos no varía el juicio moral sobre la contracepción, pues la doctrina moral católica se asienta sobre la verdad objetiva: un acto malo en sí mismo no se convierte en bueno por las circunstancias, aunque éstas sí pueden hacer malo lo objetivamente bueno, o modificar (para bien o para mal) la responsabilidad subjetiva del que lo realiza.
Toda práctica contraceptiva es moralmente negativa sean cuales sean las circunstancias. La estructura objetiva del acto y la intención contraceptiva quiebran necesariamente la bondad moral existente en el amor sexual entre esposos, al privarlo de una de las finalidades queridas por Dios: la apertura a la vida, inherente a la naturaleza de la relación sexual entre un hombre y una mujer. Todo acto contraceptivo es, por tanto, un pecado, porque es objetivamente contrario a la virtud de la castidad conyugal; esta es la doctrina del Magisterio de la Iglesia católica, recientemente recordada por Juan Pablo II (por ejemplo, en la carta encíclica Evangelium vitae nn. 13, 16, 17, 91), que reafirma la doctrina de Pablo VI en la carta encíclica Humanae vitae, en conformidad con la doctrina tradicional y uniforme de la Iglesia.
La objetiva inmoralidad de todo acto contraceptivo no se ve anulada por ninguna circunstancia ni por la ponderación de consecuencias que se pueda hacer.
93. ¿Quiere esto decir que, para los enfermos de SIDA casados, mantenerse sin relaciones conyugales podría representar un sacrificio tal vez heroico, exigido por la moral?
Hoy día muchos hacen juicios sobre la moralidad de las conductas sexuales dando por supuesto que la castidad es imposible. Esta postura, aparte de no responder a la realidad, manifiesta un escaso reconocimiento de la libertad humana. Así, se pretende justificar la masturbación de los adolescentes como si éstos no pudiesen vivir castos, o se justifican moralmente los actos homosexuales por suponerse que quien tiene tendencia homosexual está abocado sin remedio a manifestarla activamente en su conducta. Y de modo parecido se argumenta con respecto a la fornicación o al adulterio.
Este planteamiento es radicalmente contrario al de la Iglesia católica, que sí confía plenamente en la libertad, en la capacidad de los seres humanos para optar responsablemente por el bien aun cuando alcanzarlo sea arduo, y las circunstancias, difíciles. La Iglesia predica la castidad porque, con la ayuda de la gracia de Dios, es posible para todos, también para los jóvenes que en la adolescencia descubren la dimensión sexual de su personalidad; también para quienes descubren en sí mismos tendencias homosexuales; y también para los esposos que por algún motivo serio se ven conducidos a tomar la decisión de abstenerse de la manifestación sexual de su amor matrimonial. El ejercicio humano de la facultad sexual no es una necesidad compulsiva.
El cristiano puede, con la ayuda de Dios, vivir en gracia y virtuosamente en cualesquiera circunstancias y debe -incluso hasta el martirio- ser fiel a Dios y al bien de su propia dignidad, viviendo en su vida práctica con eficacia la máxima que resume la moral: el único mal que hay que evitar a cualquier precio es el pecado, la ofensa a Dios y a la conciencia; lo único absolutamente importante es la fidelidad amorosa a Dios.
Forma parte de la misión de la Iglesia recordar permanentemente a los hombres las exigencias de la verdad moral natural, tanto si esto gusta a la mayoría en una época concreta como si no. La Iglesia es depositaria, no dueña, de la verdad del hombre, y debe expresar esta verdad, lo que en ocasiones podrá llegar a implicar comportamientos heroicos. La Iglesia, Madre y Maestra, pone al hombre ante su dignidad y ante su libertad, y cree en ambas con todas sus consecuencias.
Si por estar infectada por el virus del SIDA -o por otra circunstancia- una persona casada se ve moralmente obligada a mantener una continencia perfecta, tiene la gracia para poder hacerlo, como lo han de hacer los no casados. Esto no sólo es posible, sino que es lo normal en un cristiano consciente de su dignidad de hijo de Dios y movido por la acción del Espíritu Santo: un cristiano que busca sincera y perseverantemente esa fuerza y esa luz divinas en la escucha de la Palabra de Dios, la oración, los sacramentos, el acompañamiento espiritual, etc.
94. En el caso de los homosexuales, ¿no exige el respeto a su dignidad y a su "libertad de opción sexual" el considerar moralmente correcta su actuación como tales?
No. La bondad o malicia del uso de la sexualidad no depende sólo del arbitrio del que actúa, sino también de su objetiva ordenación al bien de la persona. Evidentemente, ninguna actividad sexual es moralmente buena si no se basa en la libre decisión de la persona; pero no toda opción sexual libre es buena por el hecho de ser libre, sino sólo si es adecuada, además, a la naturaleza del ser humano en cuanto persona y sus actos.
El cuerpo humano no es sólo un soporte físico que puede ser usado por la razón predicándose la moralidad sólo de esta última, como si la moralidad dependiese sólo de la libertad, la autenticidad y la finalidad que la parte espiritual del hombre persigue con sus actos. Un planteamiento dualista de este tipo es ajeno al cristianismo, además de ser antropológicamente erróneo. La persona es unidad de cuerpo y espíritu, cuerpo espiritualizado, espíritu corporeizado. Por eso la moral cristiana, en lo que respecta a la sexualidad, no hace abstracción ni del cuerpo ni del alma, no es una moral ni de ángeles ni de animales, sino de personas que hacen el bien o el mal según orienten su cuerpo y su alma conjuntamente al bien o no.
El juicio de la moral cristiana sobre la sexualidad de los homosexuales se basa exactamente en los mismos principios que afectan a los heterosexuales. Para la Iglesia, desde el punto de vista moral, no hay personas homosexuales o heterosexuales, sino personas, que unas veces luchan por hacer el bien y otras ceden a la tentación de hacer el mal. Ni unas ni otras actúan de forma correcta sólo por tener buenas intenciones o seguir sus impulsos espontáneos, sino en tanto en cuanto realizan el bien objetivo que es posible conforme a su constitución sexuada.
95. Pero, ¿qué es para la Iglesia el bien objetivo en materia de sexualidad?
La doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad parte de una obviedad: que la morfología sexual diferenciada entre varones y mujeres está objetivamente orientada a permitir un tipo de relación que transmite la vida mediante la entrega personal; y esta característica de los cuerpos femenino y masculino no es ajena a la moral, sino que es determinante en la moralidad del ejercicio de esta facultad.
Así, todo uso de la capacidad genital orientado a expresar el amor total entre esposos que se complementan como varón y mujer es, no sólo acorde con la moral, sino fuente de santidad, a no ser que se excluya la total donación personal (por no hacerse en el seno del matrimonio o por realizarse sólo con miras egoístas de consecución de placer), o se elimine su finalidad al hacerla estéril. Por tanto, todo uso de la sexualidad para la autosatisfacción egoísta y no abierta al otro (cónyuge) de distinto sexo y, en consecuencia, a la vida, es inmoral.
Si las relaciones homosexuales se considerasen moralmente lícitas, lo sería todo uso físicamente posible de la sexualidad, sería un ámbito no-moral del hombre y entonces la moral se subsumiría en la biología y la fisiología. Si el ser humano tiene una dimensión moral, es evidente que, en materia sexual, esta dimensión se apoya en la diferenciación varón-mujer que permite la apertura a la vida en el seno de la entrega personal total (exclusiva, irrevocable, amorosa, procreativa, etc.); pero esto es física y éticamente imposible en el seno de relaciones homosexuales, como también lo es en la búsqueda solitaria de placer, en la relación esporádica que no compromete a la persona o en la negativa a permitir la apertura a la vida.
96. Sin embargo, ¿acaso no existen personas que sinceramente se sienten homosexuales?
En primer lugar, debe matizarse la expresión "sentirse homosexual", pues, hoy, cierta mentalidad legitimadora de la homosexualidad hace que muchas personas identifiquen como manifestación de homosexualidad lo que no son sino las ambivalencias e indefiniciones propias de la fase de formación de la identidad sexual de la persona a partir de la adolescencia.
Si a un adolescente que miente en ciertas ocasiones para escapar al control de sus padres o profesores, se le dijese que mentir es una opción igual de legítima que ser veraz, podría fácilmente convencerse de que tiene tendencia mentirosa y perdería el estímulo para superar esa tendencia y esforzarse por llegar a ser veraz. Si luego se asociase con otros mentirosos y encontrase el apoyo de algunos psicólogos y famosos para reivindicar el derecho a la mentira, como opción vital tan legítima como la contraria, estaríamos ante un fenómeno cultural similar al de los movimientos homosexuales en la actualidad, y mucha más gente descubriría, incluso con toda sinceridad, que se siente mentirosa. Si la sociedad aceptase estas posturas, las fronteras morales entre la verdad y la mentira se irían difuminando y desaparecería el incentivo para la veracidad en la formación de la personalidad.
De ahí que sea tan importante no normalizar lo anómalo ante la conciencia colectiva, pues esto supone destruir personalidades en formación, todavía endebles, y privarlas del incentivo hacia el bien que la cultura debe procurar, especialmente a los más jóvenes.
A pesar de lo anterior, es evidente que existen homosexuales, personas cuyo impulso sexual se siente atraído hacia quienes son de su mismo sexo. Estas personas padecen una anomalía, una desviación de la natural ordenación de la constitución sexual de hombres y mujeres, como existen otras anomalías psicológicas que pueden dar lugar a tendencias anómalas, como es el caso de la inclinación inmoderada a los juegos de azar. De modo semejante, en el caso de los homosexuales, el que les atraigan las personas de su mismo sexo no es óbice para que esta atracción sea patológica, contraria a su propia morfología, a su realización como personas y no apta para realizar el bien propio de la relación sexual.
97. ¿Cuál debe ser la actitud del cristiano que descubre que tiene tendencias homosexuales?
Quien descubre en sí mismo tendencias o afectos homosexuales debe:
1) No sentirse culpable sólo por experimentar estas tendencias, sin consentir en ellas.
2) No acostumbrarse a dejarse llevar por ellas, ni pensar que no es libre para dominarlas.
3) Admitir que su obligación moral es poner los medios para evitar dar satisfacción a tales tendencias, buscando las ayudas médicas, psicológicas y espirituales que precise.
4) Esforzarse por vivir en la castidad, sabiendo que ésta es posible.
5) No asustarse de las propias flaquezas.
6) Confiar en la providente bondad de su Padre Dios, que sabe más y no abandona a nadie.
Quien se siente homosexual está tan obligado y es tan capaz de vivir la castidad como quien se siente atraído por el sexo contrario, y sólo estará atado por su tendencia si decide voluntariamente declararse vencido por ella o si, dando un paso más, intenta justificar su actuación declarándola buena o normal al objeto de auto-legitimar su renuncia a la lucha por el bien.
Desde el punto de vista moral, no existen ni los homosexuales ni los heterosexuales, sino las personas; y éstas -sea cual sea su tendencia sexual- se dividen entre quienes luchan por hacer el bien y quienes ceden a la tentación de no luchar.
El cristianismo es la religión de la libertad y del perdón, la religión de la cercanía amorosa del Dios omnipotente que nos ayuda siempre: todos somos capaces de los mayores horrores pero, si queremos, podemos rehacernos ejerciendo nuestra libertad para perseguir el bien pidiendo perdón en el Sacramento de la Penitencia, volviendo a luchar por el bien; y esto una y mil veces si fuera preciso. Todo ello implorando con fe perseverante la gracia de Dios. El único mal sin remedio es la renuncia a reiniciar el esfuerzo por el bien.
98. Si a pesar de todo, los homosexuales mantienen relaciones sexuales, ¿no harían bien en usar preservativos para evitar riesgos adicionales de contagio del SIDA?
Toda relación sexual entre dos personas del mismo sexo es contraria a la virtud de la castidad. Esta calificación no se ve sustancialmente afectada por usar o no usar preservativo. Ahora bien, al pecado contra la castidad puede añadirse la connotación -nuevamente contraria a la moral- de provocar el riesgo de transmitir una enfermedad tan nociva como el SIDA, riesgo altamente probable en el coito anal cuando uno de los dos está infectado.
En estos casos, el uso del preservativo no convierte el acto siempre inmoral de la relación homosexual en bueno, pero disminuye la probabilidad de una ulterior consecuencia dañina y pecaminosa de un acto malo, a saber, el poner en serio peligro la salud o la vida del otro. Esta reducción, como ya se ha dicho, no es total, sino parcial.
99. ¿Cuál debe ser la actitud de la comunidad cristiana y de sus pastores ante la persona con tendencias homosexuales?
La comunidad cristiana y sus pastores deben acoger a la persona con tendencias homosexuales como a un ser humano con la misma dignidad y valor que los demás, pero sin incurrir en ninguna forma de legitimación de la conducta homosexual como tal. Así lo ha presentado el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) nn. 2357-2359, la Carta sobre la Atención pastoral a las personas homosexuales de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1986) y la Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español Matrimonio, familia y "uniones homosexuales" (1994). No es caridad cristiana ni justicia hacer algo que induzca a pensar que los actos de unión homosexual son moralmente admisibles o legitimables. Sí es caridad y justicia, apoyar a las personas en su lucha, otorgando el perdón de Dios, la acogida personal y el apoyo psicológico necesario siempre.
Cometería un gravísimo error, no exento de responsabilidad moral, el católico que permitiese gestos, ceremonias o actitudes que aparenten otorgar legitimidad a las conductas homosexuales. El mejor servicio a las personas es la defensa de la verdad moral, por exigente que sea.
100. Por último, una cuestión que ha aparecido con frecuencia en los medios de comunicación y se ha comentado abundantemente: ¿Puede considerarse el SIDA como un castigo puesto por Dios para que en estos tiempos modernos revisemos nuestras ideas y conductas?
No existe ningún dato que indique la verdad de esta teoría, que más bien parece contradecirse con la forma habitual de actuar del Dios que conocemos por la revelación cristiana. Él ha apostado de verdad por la libertad humana y respeta las consecuencias de su ejercicio, pues no desea ser amado a la fuerza ni mediante coacción.
Dios es responsable de cómo es la naturaleza humana, pues Él la creó como es. El hombre es el responsable de cómo usa las potencialidades de su naturaleza y, por tanto, también lo es de las consecuencias negativas o dolorosas de su conducta. En el surgimiento del virus del SIDA no sabemos si actos voluntarios de los hombres han tenido algo que ver o no. En su transmisión sí sabemos que, con frecuencia, actos voluntarios de algunas personas tienen tal responsabilidad. En estos actos -y no en imaginarias venganzas divinas- es donde hay que centrar el análisis y sacar las consecuencias.
Lo que sí que ha demostrado Dios a lo largo de la historia de la salvación es su inmenso poder para extraer de los grandes males mayores bienes (cfr. Rm 8,28). Así ocurrió con la pasión y muerte de su Hijo Jesucristo, que culminó en el triunfo de su gloriosa resurrección. El Inocente dio su vida para que los culpables (cfr. Rm 12,19), que estábamos abocados a la muerte, tengamos vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). También la enfermedad y el sufrimiento se convierten siempre, para quienes se fían del Dios del Amor y de la Vida, en misterioso cauce hacia la salud plena y eterna.
Nota final: La información concreta sobre centros e iniciativas de acogida y ayuda a los enfermos de SIDA, promovidos por la Iglesia Católica, tanto en nuestro país como en favor de los países en vías de desarrollo, puede recibirse en las Delegaciones de Cáritas, de Pastoral Sanitaria y de Pastoral de la Familia y de la Defensa de la Vida de cada una de las Diócesis.