La Sagrada Escritura y la liturgia son explícitas al subrayar el título de “esposos” que compete a José. El magisterio, por su parte, sabiendo bien que “el matrimonio es la máxima sociedad y amistad, a la cual por su natural está unida la comunión de bienes”, enseña expresamente que Dios ha dado a José como esposo a la Virgen “para que participara en la excelsa grandeza de ella”. A estas palabras de León XIII en la Encíclica “Quamquam pluris” hacen eco las de Pío IX.
Ya que san José ha sido hecho objeto por parte de Dios “de una elección tan sublime” para ser padre putativo de su hijo unigénito y verdadero esposo de la Reina del mundo y Señora de los Ángeles , se deduce que tan altos encargos conllevan un tal grado de “excelsa dignidad y santidad” que no pueden ser separados de “gracias singulares y carismas celestiales”, que José ha recibido “abundantemente” (Decr. Inclytus Patriarcha, sept. 10 de 1847).
Las afirmaciones de Pío IX nos aseguran que el matrimonio de María y José, en orden a la Encarnación del Hijo de Dios, no fue dejado a la causalidad, sino que fue contraído “por íntima disposición del Espíritu Santo”, como dice san Buenaventura.
El matrimonio de María y de José se presenta, pues, como la imagen perfecta del amor creador y redentor de Dio. Los dos santos esposos han vivido verdaderamente el matrimonio como puro “don esponsal” con aquella “plena libertad” que les provenía de la gracia divina abundantemente presente y operante en su instrumento “conjunto” de la humanidad de Jesús. El don desinteresado de sí mismo hecho por José a María es expresado de manera lapidaria por Mateo en las palabras: “sin haberla conocido” (1, 25). “Estas palabras indican también otra proximidad esponsal” comenta sobria y eficazmente Juan Pablo II (RC, n. 19).
El verdadero amor consiste propiamente en el cooperar a realizar en la persona amada el proyecto de Dios, que en la circunstancia de María era la maternidad divina, unidos al misterio de la Encarnación de tal modo que son llamados por san Lucas “los padres de Jesús” (2, 41), María y José son verdaderamente en la creación el signo o sacramento de la nueva humanidad redimida por Jesucristo. Con Jesús, el reengendrador de la humanidad, al centro, María y José forman la que oportunamente ha sido llamada la “Trinidad terrenal”; a través de Jesús concebido por obra del Espíritu Santo e imagen perfecta del Padre, esta “trinidad terrenal” se une admirablemente a la “Trinidad celestial” y es su irradiación y reflejo.
Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica “Redemptoris Custos” resume brevemente esta doctrina: “En el momento culmínate de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a la humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y de José el que realiza en plena libertad el don esponsal de sí al acoger y expresar tal amor” (RC, n. 7). A confirmación y explicación de esta afirmación el mismo Sumo Pontífice recuerda el pensamiento de Pablo VI, que sobre este tema es muy explícito: “En esta grande obra de renovación de todas las cosas en Cristo, el matrimonio, purificado y renovado, se convierte en un realidad nueva, en un sacramento de la nueva Alianza. He aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva ha sido fuente del mal que ha inundado el mundo, la de José y María constituye el vértice, por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha iniciado la obra de salvación con esta unión virginal y santa, en la que se manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia, santuario de amor y don de la vida” (cf. N. 7).
Con estas referencias es claro que hemos entrado en los misterios de la vida de Cristo.