Lo que los elegidos conocen de la tierra
Los Elegidos, incluso aquellos que están en el cielo en cuerpo y alma, como María, y (muchos santos lo enseñan) como José, no ven más y no saben más lo que ocurre aquí abajo, como en los tiempos en que se encontraban en la tierra. Su modo actual de existencia, la distancia que los separa de nosotros, la absorbente visión de Dios, que hace su felicidad esencial: todo se opone a que existan entre ellos y nosotros las relaciones de otro tiempo. Sin embargo, hay cosas y personas de la tierra que conocen. Digámoslo desde ahora: ven todo lo que atañe a su corazón, todo lo que concierne a su vida o su historia, los parientes y los amigos que han dejado, y otras cosas además, de las que hablaremos más adelante. Ven sobre todo nuestras oraciones.
¿Cómo ven esos diversos objetos?
No podrían percibirlos directamente, pero es un espejo que la refleja, donde conocen. Imaginen un espejo, bastante vasto y suficientemente luminoso para representar todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que será: los seres animados e inanimados, los seres corporales y espirituales, las almas separadas o no de los cuerpos, las sustancia de esos seres, sus acciones, sus voluntades, sus afectos, sus pensamientos, sus deseos, sus sufrimientos, sus dichas, sus necesidades, sus desfallecimientos, sus virtudes, sus faltas y sobre todo sus oraciones, en una palabra todos sus diversos estados.
Imaginen el ojo e los bienaventurados fijados sobre es espejo, ojo tan agudo que nada se le escapa. Y bien, esa mirada es Dios. En Dios se reproduce todo lo que pasa sobre la tierra. Y es viéndolo que se percibe también a las personas y las cosas de aquí debajo, cuya historia se quiere conocer.
Diversos grados de visión
Solamente, existe una diferencia. Los ojos que miran el espejo no son igualmente potentes. Al igual que no ven a Dios de una misma manera, perciben en Dios más cosas terrestres y con más exactitud. Una triple regla establece la intensidad de esta doble visión. Primeramente, cada uno ve a Dios y a las creaturas en Dios según la medida de su gloria, que se mide ella misma sobre el grado de la gracia santificante de su último instante. La segunda regla es ésta: cada uno ve a Dios y a las creaturas en Dios tanto sea necesario para que todos sus deseos sean saciados y para que sean completamente dichosos.
Conclusiones reconfortantes
Son bien consoladoras las conclusiones que manan de esos principios relativamente al buen san José. Con qué intensidad y con cuánta extensión debe ver a Dios y a las creaturas en Dios, ¡este hombre en el que sólo la gracia santificante de María sobrepasaba la gracia! ¡Que inmensa debe ser la visión del más santo de los Elegidos, de aquél que fue digno de ser el Esposo de María y el Padre de Jesús! ¡Que multitud de criaturas debe abarcar la mirada de este Elegido, que guardó tan fielmente los dos tesoros más preciosos de Dios! ¡Con cuánta claridad debe percibirnos a cada uno de nosotros, oír nuestras oraciones y conocer los más íntimos secretos de nuestros corazones! En segundo lugar, habiéndosele dado el rol de Patrón de la Iglesia, de Jefe de la Sagrada Familia, de nuestra cuna, ¿qué vida humana podría escaparse a su vida? Y hablo de la vida humana en sus mínimos detalles, de la vida de las almas y la del cuerpo, de las almas del Purgatorio y de las militantes de la tierra. Y sobre todo escucha nuestras oraciones, de las que percibe ciertamente los más ínfimos pedidos. Y como todos los fieles están llamados a entrar en la Iglesia, hecho que Él desea ardientemente, su visión debe extenderse a todos los humanos.
Finalmente
En cuanto a la consecuencia del primer principio que hemos señalado, podemos afirmar que el completo saciamiento de los deseos de san José exige que nos conozca a todos, que nos vea a todos, que nos escuche a todos. Seamos quien seamos, ¿no es un bien que lo desee para cada uno de nosotros? Quiero decir: nuestra salvación que aumenta la gloria accidental de su divino Hijo? Y si uno solo de nosotros permaneciese desconocido, ¿su felicidad no estaría incompleta? Aquello que una madre debe pedir al cielo respecto de cada uno de sus hijos, él mismo lo pido por nosotros. Porque, no lo dudemos, nos ama más de los que nuestras madres nos puedan amar. Y si le rogamos, si nuestra oración es filial y ferviente, y si le contamos nuestras miserias, las virtudes que nos faltan, nuestras perseverancia final y nuestra salud ¡cuán grande sería la dicha de escucharnos y de atendernos!
Y créanlo bien, no excluyo lo favores que nos obtiene, los bienes temporales que son útiles para nuestra salvación o no la dañan. Pidámoslos también, confiándonos en la sabiduría; sabiendo lo que nos conviene, lo solicitará con todo su poder
Invocación
¡Gran y buen santo, heme aquí confiado. Me conoces, me ves, me escuchas. Nada de mí se te escapa y percibes todas mis súplicas. Has sido favorecido con una gloria tan incomparable, tu rol en la Iglesia de Dios es tan extendido, tienes por mí tanto amor y deseos de que yo me salve!
¿No está cerca de María, la más santa de las creaturas? ¿No eres el patrón de los rescatados por Jesús? ¿No compartes respecto de nosotros la solicitud de María, nuestra Madre, de quien eres Esposo? ¿No faltaría algo a tu felicidad si uno solo de entre nosotros se escapara a tu mirada? Porque tengo confianza, rezo y rezaré a tu bondad misericordiosa.
Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa