La venida al mundo de Jesús, es el momento decisivo, que el Apóstol Pablo llama “la plenitud de los tiempos” cuando “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” para “rescatar a los que se hallaban bajo la ley” para que “recibieran la filiación adoptiva” (cf. Ga 4, 4s). Del “misterio escondido desde siglos en Dios” (Ef. 3, 9) José es el primer depositario, como lo es María y junto con ella (RC, n. 5).
En la Redemptoris Custos leemos: “Como depositarios del misterio escondido desde los siglos en Dios y que empieza a realizarse ante sus ojos en la plenitud de los tiempos, José es con María, en la noche de Belén, testigo privilegiado de la venida del Hijo de Dios al mundo. Así lo narra Lucas: “y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento (2, 6-7). José fue testigo ocular de este nacimiento, primer anuncio de aquel anonadamiento (Flp 2, 5-8) al que Cristo libremente consintió para redimir los pecados” (RC, n.10).
Treinta años después, Jesús dirá a sus discípulos: “¡Dichosos, pues, vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os digo de verdad que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron” (Mt 13, 16-17).
Entre los felices destinatarios de esta bienaventuranza, José ha sido, junto con María, aquel que ha gozado de una manera especial, como san Bernardo proclama: “El señor encontró a José según su corazón, y le confió con plena seguridad el más misterioso y sagrado secreto de su corazón. A él le ha revelado las profundidades y secretos de su sabiduría, concediéndole conocer el misterio desconocido a todos los príncipes de este mundo. Lo que numerosos reyes y profetas desean ver y no vieron, fue concedido a el, José, que no solamente lo vio y lo oyó, sino que lo llevó en sus brazos, lo guió en sus pasos, lo abrazó, lo besó, lo alimentó y lo veló” (Super Missus est).