Bertrand de Margerie S.J. (París)
Estudios Josefinos – Centro Español de Investigaciones Josefinas
Año 56 – enero-junio 2002 – número 111
En 1692 el padre Verthamont, jesuita francés (1637-1724), publicaba un volumen de 588 páginas titulado Octave de Saint Joseph, contenant ses vertus et ses privilèges (Octavario de San José. Con sus virtudes y sus privilegios). Se trata de un conjunto de ocho discursos doctrinales que incluyen también reflexiones morales bastantes compendiadas. Tras la presentación de su género literario y de su método, espigaremos en estos discursos los elementos de una teología bíblico-patrística del matrimonio virginal de José, de su santidad, de su paternidad y del patrocinio eclesial que de ello se deriva. No callaremos las críticas que este libro suscita y, como conclusión, expondremos el interés de la obra que nos ocupa.
Introducción: género literario y método de los ocho discursos
El estilo con frecuencia retórico confirma que los ocho discursos han sido escritos para ser predicados o, al menos, para ser “pronunciables”. El autor es un orador que trata de convencer. Pero es, ante todo e incontestablemente, un teólogo que se mueve con toda comodidad en la Sagrada Escritura, en los santos padres y entre los teólogos escolásticos. Es muy notable el conocimiento que tiene de los Padres y de sus contenidos josefológicos, como lo es su familiaridad con numerosos escritores que antes que él trataron de San José en los siglos precedentes.
Pero lo que más llama la atención es la manera rigurosamente lógica y grata en que sabe organizar el conjunto de conocimientos bíblicos, patrísticos y teológicos relativos a san José. Resaltan la amplitud, la riqueza e incluso la originalidad, al menos relativa de los puntos de vista que ofrece: Insisto en lo de “al menos relativa”. Porque si es cierto que él toma sus materiales de otros autores con frecuencia, autores que no conocemos bien hoy día, nos dan la sensación de novedad, novedad que se acentúa por la forma que tiene de asociarlos. Cada uno de los discursos de Verthamont regocija al lector por algún descubrimiento inesperado, hasta el extremo de que el lector, sorprendido, se dice espontáneamente: me gustaría disponer de una edición nueva, moderna, de obra tan rica. Un índice de los autores citados probaría su enorme variedad.
Subrayemos un aspecto particular: la josefología del padre Verthamont es profundamente bíblica sobre todo en el sentido de un sistema sabio y preciso de comparaciones continuas entre san José, sus situaciones, sus virtudes, sus pruebas y las de otros personajes del Antiguo y del Nuevo testamento permite al autor marcarse un auténtico reto: reproducir, a partir de los dos primeros capítulos de Mateo y Lucas, cerca de seiscientas páginas acerca de su héroe evitando “repeticiones tediosas” (Prefacio II), hasta el punto de que su lectura sigue siendo para nosotros un verdadero “festín”. El secreto del éxito de nuestro autor nos lo ha desvelado él mismo en su Prefacio, al decir que “las acciones, virtudes y privilegios de san José radican en el misterio de su persona”, y que nuestras investigaciones, “por más exigentes que sean, no sirven más que para dejar entrever un gran número de maravillas que se escapan a nuestra penetración”.
I. José, esposo virginal de la madre de Dios (Discursos I y II)
Para Verthamont, que en este particular sigue a san pedro Damiano, doctor de la Iglesia, la virginidad de san José es una verdad de las que “hay que incluir entre las que son de fe” (D.I, 89). Nuestro amor refuerza esta sentencia a la luz de un comentario bíblico de santo Tomás de Aquino: en su lectura del capítulo primero de la carta a los Gálatas, el aquinatense, de forma indirecta acentúa: “Si el Señor quiso confiar la custodia de su madre virgen solo a un discípulo virgen (jn 19, 26), no es posible sostener que su esposo no fuera virgen” (edición Marietti, párrafo 48).
El mismo Dios ha dado a San José una mujer prudente, piensa Verthamont a la luz del libro de los Proverbios: “El Espíritu Santo nos asegura que os padres de un hijo pueden muy bien darle como dote cuando lo quieren casar una casa hermosa, grandes riquezas, pero solamente Dios puede proporcionarle una mujer prudente y virtuosa; el texto griego añade una palabra (harmozete) que expresa grandes realidades y que significa que únicamente Dios es capaz de acomodar las inclinaciones de un esposo y de una esposa, de regular sus humores, de suerte que de sus palabras y sus acciones se forme una especie de armonía” (Pr 19, 14; DI, 14).
De la misma manera, según Verthamont, parece que el espíritu Santo haya hecho pronunciar esta profecía salomónica a favor de san José: “Se dará al hombre de bien una mujer virtuosa para recompensar la santidad de sus acciones” (Si 26, 3; D I, 26). Sí, comenta nuestro autor, se dará al incomparable san José una buena esposa, que será el fruto de la inocencia de su vida”. Precisa algo más adelante (p.27): “La Trinidad destina al justo perfecto, cual fue san José, una esposa virtuosa como recompensa por la santidad de los primeros años años de su vida: san José, por tanto, y por leyes de e4stricta justicia, ha merecido ser esposo de María”.
El libro hace acompañar esta consideración con un pensamiento que la simboliza a la perfección: “de la misma manera que entre los judíos los jóvenes comparaban a las doncellas con las que deseaban casarse”; al igual “que Jesús ha adquirido a la Iglesia su esposa por la efusión de toda su sangre, Dios quiso que san José se sometiera a esta práctica; en el lugar del texto ordinario en que leemos “habiendo sido María, su madre, desposada con José, en el Siríaco encontramos: ‘María, su Madre, habiendo sido comprada por José’. De esta suerte era necesario que José se despojase de todos sus bienes para pagar esta perla infinitamente preciosa”, la virgen María (D I, 27; Mt 1, 18; cf. Gm 34; I R 8), y añade Verthamont: ha pagado por adelantado a Dios con todas sus virtudes heroicas; ha dado el tesoro de su humildad, los frutos de su justicia, la inmensidad de su caridad, las prerrogativas de su pobreza, el esplendor y las hermosuras de su perfecta virginidad” (D I, 28).
Para Verthamont, el matrimonio virginal de María y de José ha sido fecundado no solamente por el nacimiento virginal de Jesús sino también “por estos grandes santos que han conservado la virginidad en su matrimonio y que son los frutos de la casta alianza de José y de María”. Porque dice, “esta gloriosa raza de esposos castos, que comienza con el padre y la madre de Jesús, florecerá hasta la consumación de los siglos y servirá al mismo tiempo como a la Iglesia de hermoso ornamento” (D II, 97).
Cuando escribimos estas páginas puede pensarse que un punto de vista como éste no ha perdido actualidad. Más bien al contrario. La Iglesia siempre admitió la licitud de estos matrimonios excepcionales, sacramentales y no consumados. Jacques Maritain nos dice haber sido testigo en bastantes celebraciones matrimoniales de este estilo. Y sabemos que son muchas las parejas que hoy día, teniendo como telón de fondo el matrimonio virginal de María y José, practican la continencia periódica, renunciando en su espíritu de oración y por amor de Dios a placeres legítimos, de forma especial en el horizonte de la procreación responsable y deseosa de racionalizar en la práctica el mandamiento divino del creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). Incluso hay quien en la actualidad propone esta práctica por espíritu de reparación de los abortos que son fruto de una sensualidad irracional. Citemos a este propósito el folleto publicado en 1991 por el editor D.D. Morin con el título “Aborto, la ofensa a dios” (Bouére, Francia, 61 pp.)
II. La Santidad Silenciosa del Justo José
Verthamont es un contemplativo del misterio de José, en quien considera con amor el misterio mismo de la Providencia divina.
Para nuestro autor, en José está inseparablemente silencio y palabra.
En primer lugar, José es silencio. Pero no un silencio cualquiera, sino silencio de amor, como comunica en este admirable análisis: “Ni la pena que sufrió cuando se apercibió del embarazo de la Virgen ni el gozo que le invadió cuando encontró a Jesús en el templo le hicieron romper el silencio. Quizá porque su lengua no bastaba a su corazón y porque las grandes realidades que estaban aconteciendo le cerraban la boca por la imposibilidad de expresarlas. Al igual que sucedió con Pablo después de su rapto. O mejor, porque estaba ocupado enteramente en amar y todas las fuerzas de su alma no podían aplicarse a otra cosa que al amor de Jesús. El movimiento de nuestros pensamientos y afectos, cuando es tan excesivo, suspende el movimiento de nuestras lenguas. De la misma manera, no resulta extraño que José, estando todo él abrasado del fuego sagrado que su divino hijo vino a traer a la tierra, no hablase casi nada a los humanos” (DV. 312).
Para Verthamont, el silencio de José, lejos de ser el de quien no tiene nada que decir, es el silencio del hombre que habla con Dios, el silencio de un estático ocupado de amar a Jesús; el silencio de quien prefiere hablar de los hombres a Jesús que de Jesús a los hombres. Es hermosa la aclaración: “jamás ha existido nadie con quien Jesús haya conversado más largamente ni más dulcemente que con su padre visible; y nunca se ha conocido un padre que haya tenido tanto placer con su hijo como José lo tuvo en conversar con José (DV, 315).
Silencio de extático, diríamos nosotros. Verthamont piensa que el silencio corporal y verbal de José es un fruto de su silencio espiritual de quietud en Dios evocado por su sueño místico entrecortado por conversaciones angélicas. Conecta en ello con san Simón de Casia y con los exegetas recientes: “este sueño de nuestro santo era un arrobamiento y uno de estos éxtasis que duraron casi tanto como su vida. En efecto, san Juan Crisóstomo compara el sueño de José con el que Dios envió a Adán cuando formó a Eva … los sueños del esposo de María eran misteriosos” (DV, 284).
¿Cuáles eran estos misterios que José aprendía en sueños? Verthamont no tiene dudas al respecto: 2En este sueño preferible a las vigilias más útiles, nuestro santo aprende los misterios de la Trinidad, de la Encarnación, de la redención y de la reconciliación de los hombres”. La afirmación, extraña a primera vista, no hace más que explayar el contenido de la declaración del ángel a José: “Jesús salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Verthamont prosigue con su explicación dirigiéndose a san José: “Tienes que creer José, que una virgen es madre de dios y que un Dios es hijo; te persuadirás de que este niño pequeño librará a su pueblo, no de la dominación de los romanos, sino de la esclavitud del pecado y de la tiranía de los demonios” (DV, 297).
También hay que observar con Verthamont (DV, 407) y con Ruperto deutz (In Mt; ML 168, 1323), que Dios “no quiso revelar el misterio de la encarnación a José sino después que hubiera sufrido el duro martirio del espíritu y del corazón para que los hombres encontrasen en su persona un modelo cumplido de la más perfecta justicia”.
Y hemos llegado a la exégesis de la justicia de San José tal y como se manifiesta en su angustia (Mt 1, 18). Se esperaría quizá vera Verthamont hacerse eco pura y llanamente de la interpretación de san Bernardo: san José se habría echado atrás por humildad ante un matrimonio con la santísima Virgen María por haberse considerado indigno. Pero, para nuestro autor, “este sentimiento tan ventajoso para la humildad de san José no es, en verdad, el más común entre los doctos ni el que creo yo más cierto; a pesar de todo, este sentimiento parece apoyarse de alguna forma en las Sagradas Escrituras (D VI, 414). ¿En qué consiste este apoyo? Verthamont nos lo precisa: “El embajador celestial no se dirige a San José en estos términos, “no sospeches de María, no la condenes…, sino que lo explica de la siguiente manera; José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu mujer; es decir, no te dejes llevar por este temor respetuoso que te conduce a apartarte de María. No tiene que oponerse tu humildad a los designios que Dios tiene sobre tu persona y el sentimiento que tienes de ti mismo no debe ser un impedimento para que sigas viviendo con la madre de Dios” (D VI, 424-425). Por último, subraya Verthamont (425), el ángel, al llamar a José hijo de David lo quq quiere es animarle recordándole las promesas hechas al rey profeta.
Verthamont, por lo tanto, ha comprendido lo que le inclina a ceptar esta exégesis de la humildad – si se nos permite hablar de esta suerte -, reasumida y perfeccionada en nuestro tiempo por X León Dufour. A pesar de todo, no cree que ella sea la más verdadera. ¿Cuál es la más verdadera para él? Es la que nos explica, en Mt 1, 19, el lazo que existe entre la justicia de San José y su voluntad de no difamar públicamente a María, y por lo mismo la tesis de san Bernardo no da una explicación adecuada. Para Verthamont, Mt, 1, 19 significa que José se vio fuertemente solicitado a la injusticia pero supo portarse con “equidad” y “justicia”. Después de haber citado las opiniones de dos doctores de la Iglesia, pedro Crisólogo y Juan Crisóstomo, da la sensación de que hace suya esta primera apreciación: “El Evangelio no asegura solamente que José albergó alguna sospecha de esta preñez; dice que no cabe dudar del testimonio de estos sentidos”. Nuestro autor afirma: “El esposo visible de María se decía que su mujer había manchado su reputación. Yo no quiero condenarla pero tampoco me es posible no ver lo que mis ojos me están descubriendo” (VI, 385).
Y a pesar de todo, influido por Crisóstomo, Verthamont considera que José 2se defiende contra la verosimilitud que está acuciando a su espíritu; su alta sabiduría hace que este gran santo supere con la fe las pruebas que sus sentidos y su razón hacen aparecer todo aquello como hecho infalible” (D VI, 387).
Veamos por tanto que, según Verthamont, el texto de Mateo sugiere a la vez en el alma del esposo de María una humildad que le permite temer el convivir con ella y también el deseo de evitar cualquier juicio temerario hacia María encinta. Se comprenden las dudas de Verthamont puesto que también hoy día los intérpretes no se ponen de acuerdo.
En todo caso, es cierto que la exaltación que hace Mateo de la justicia del justo José de la justicia no era sólo a la santidad teocéntrica de José , sino también su justicia horizontal en relación con María. Lo ha comprendido muy bien nuestro autor: para él, la resolución de José al querer dejar a la Virgen María era el más fiel fruto de la justicia ante María que de su humildad. Siguiendo a San Juan Crisóstomo, Verthamont nos declara que la inversión de todas las leyes de la naturaleza es más creíble que un pecado de María (D VI, 399; cf. 407).
Para Verthamont, el ángel del señor, deseando consolar a san José después de la angustia de su duda, “no sólo revela la encarnación del verbo, también le declara tácitamente padre de este Hombre-Dios porque la cualidad de padre de Jesús es la más extraordinaria, la más divina que hombre alguno pueda poseer en la tierra, de ahí que san Juan Crisóstomo juzga con razón que el cielo dio a José un motivo de gloria imposible de explicar y comprender (D VI, 398). El misterio de José, incluyendo el misterio del matrimonio virginal, nos obliga a esclarecer la paternidad misteriosa del hijo de David.
Por una serie de razonamientos convergentes Verthamont aborda el misterio de aborda el misterio de la paternidad del Hijo de David teniendo siempre delante al Hijo de Dios.
En primer lugar evoca la filiación de Juan Evangelista en relación con María y la de Jesús en relación con José en un contexto de denominaciones: “Ya ers suficiente para José que Jesús le hubiese llamado una sola vez padre para que esta alta dignidad fuese irrevocablemente atribuida a su persona, de la misma suerte que ha bastado a san Juan Evangelista que Jesús le haya proclamado una vez hijo de la Virgen para permitirle mirarla por toda la vida como su madre. Pero es que nuestro divino salvador quiso autorizar el singular privilegio de José confirmándolo miles y miles de veces, es decir, siempre que la ha honrado con el nombre de padre durante la larga sucesión de años en que ha convivido con él”. Se encarga de subrayar también que Jesús ha llamado padre directamente a José y añade también que le ha confirmado indirectamente como tal “cuando los judíos se empeñaron es oscurecer el brillo de sus milagros echándole en cara con un cierto aire de menosprecio que era hijo de un carpintero: este hijo respetuoso, muy lejos de rechazar a su padre, ha dado a entender a sus enemigos que podría ser a la vez hijo de Dios e hijo de José” (D III, 154).
He aquí una primera afirmación que entra en el campo del lenguaje: Jesús habla con José de manera filial, se entiende con él como su padre. Otra (y anterior) prueba lingüística de la paternidad de José en relación Jesús resulta de la misión confiada por el padre eterno a José: “Al ordenar a José que imponga el nombre del salvador, el padre eterno está testimoniando que quería hacerle partícipe de la gloria de ser padre del Verbo divino, como había participado él en cierto sentido con Adán la gloria de crear todos animales de la tierra al confiarle la misión de buscar nombre para ellos”. También tiene que ser llamado José padre de Jesús por haber salvado la vida terrena del hijo de Dios (III, 183, 188). José es el nominador del salvador del mundo.
De este papel paternal de José sobre Jesús se deriva una importante participación del hijo de David en la obra de la redención, participación que Verthamont explica de la siguiente forma: “El salvador pertenecía a san José, y Dios no quiso que se ofreciera este divino niño como víctima de los pecados de los hombres hasta que nuestro santo hubiera cedido en cierta manera sus derechos a favor del género humano al consentir que su hijo fuese inmolado por algún tiempo para expiar nuestros crímenes”. Y como en la presentación, María había declarado tácitamente que ella aprobaba el sacrificio cruento que tenía que hacer por la salvación de los humanos, por la misma razón “era necesario que este santo José fuera a Jerusalén para consagrarle a la cruz y a la muerte, a fin de que el padre eterno aceptase la oblación que se derivaba de esta auténtica cesión: el padre eterno no quiso recibirlo para ser sacrificado en su día a su justicia irritada contra los hombres sin el consentimiento de José y sin el ofertorio voluntario que le presentó” (D IV, 222).
El razonamiento se muestra a la vez profundo e irrebatible por la forma en que acentúa los fundamentos bíblicos de la asociación privilegiada y única de san José a la obra de la redención. Habiendo establecido que el justo José, esposo de María, participa de manera única en la paternidad del padre eterno sobre Jesús, Verthamont puede ver legítimamente en la ofrenda presentación del niño Jesús que José hiciera al Señor, explícitamente afirmada por Lucas (2, 22), un consentimiento anticipado al sacrificio de Jesús en la cruz por la salvación del mundo.
IV-. El patrocinio de San José, prolongación de su paternidad.
José, según nuestro autor, fue de múltiples maneras y por multiplicidad de razones, el padre virginal de Jesús, incluso del cristo total que todos constituimos. Al salvar la vida temporal quien es el salvador trascendente del mundo, al salvar esta vida precisamente para que Jesús pudiese sacrificarla para la salvación espiritual y eterna de la humanidad, y al consentir previamente a su sacrificio en la cruz por nosotros, el justo José ha sido asociado al que es nuestra justicia para nuestra justificación y su paternidad no corporal sino espiritual se extiende a todos los miembros de Cristo, se convierte en patrocinio de la Iglesia.
Aunque estas afirmaciones no se encuentran al pie de la letra en la obra de Verthamont, sí en cambio (y nuestras citas dan fe de ello) se hallan en la sustancia. Para él, “José es el Noé del Nuevo testamento”, afirmación magnífica que precisa de la manera siguiente: 2El patriarca Noé era justo (Gn 6,9). Toda la gloria de este santo varón consistía en poseer la verdadera justicia. José, el Noé del Nuevo Testamento que ha conducido este Arca donde todo nuestro tesoro estaba encerrado, José ha sido tan justo que San Mateo, en este pasaje del Evangelio, imita a Moisés y, omitiendo las otras excelencia de este gran santo, se contenta con asegurar que era perfectamente justo” (DVI, 429).
Es claro que el Arca confiado a la conducción del nuevo Noé era a la vez María, tipo de la Iglesia, María arca de la nueva alianza ella misma, arca de salvación del mundo entero, que nos libra del diluvio del pecado; y este nuevo Noé no es lamente un justo preservado de la injusticia como el primero, sino mucho más que Noé del Génesis, un heraldo de justicia y única a la justificación del mundo”.
Verthamont, la paternidad de José en relación con Jesús implicaba una posesión de Jesús por José con inmensas consecuencias: “Es preciso reconocer, como consecuencia necesaria, que el poder de san José se extendía en cierta manera sobre todas las criaturas visibles e invisibles y que no sería necesario perjudicar a nadie si él hubiera dicho: Jesús me pertenece, luego todo lo creado depende también de mi… Poseyendo al Verbo encarnado, (José) tiene una especie de derecho universal sobre todas las creatutras… Si el padre eterno le ha confiado su hijo de una manera tan particular (Rm 8, 32), le ha dado de alguna forma y en el mismo instante la posesión de todos los bienes creados” (D IV, 228-229).
Para nuestro autor, así se cumple y se realiza, en el plano espiritual y universal del Nuevo testamento, el sueño del patriarca José como verificación primera del Antiguo Testamento: “Esta visión profética del antiguo José que representaba el sol, la luna y las estrellas prosternadas a sus pies para adorarlo se ha verificado en su persona y en la incomparable virtud del esposo de María, si bien de manera muy diferente. Porque José, virrey de Egipto, vio al mismo tiempo a su padre, a su madre y a sus hermanos postrados a sus pies, pero nuestro José vio a Jesucristo, sol de justicia, y a María, esta luna divina (hablando como la Sagrada Escritura), que se abajaban ante él cuando él estaba sobre la tierra, y ahora que se halla en el cielo recibe los respetos de las estrellas que brillan con más fulgor en el cielo de la Iglesia: hablo de los personajes que más se distinguen por sus dignidades, por su ciencia, por su santidad… San José atrae hacia sí a toda la Iglesia” (D VIII, 50-551). Si se admite la providencia de Dios en el tema del nombre bíblico de José, organizando el uno la función del otro los dos relatos bíblicos sobre el antigup y nuevo José, no costará demasiado reconocer la justeza de los puntos de vista de Verthamont. Puntos de vista que prolonga, por otra parte, en una dirección escatológica. Merece la pena seguir este desarrollo admirable: “Cuando Jesucristo salió de Egipto para retornar a la tierra prometida no se puso la conducción de una nube destellante de luz, escogió, en cambio, a José por guía: los israelitas y el salvador de Israel no tenían que ser guiados de la misma manera ¿Qué se nos quiere dar a entender sino que daría algún día a José a toda la Iglesia para servirla de conductor en el camino de la verdadera tierra prometida y para obligarnos, al mismo tiempo, si queremos vivir y morir santamente, a buscar con fervor la protección de este gran santo” (D VIII, 557). Este pensamiento no aparece de forma aislada en Verthamont; lo desarrolla en estos términos: “Cuando Jesucristo, desde la cruz, dijo a la Virgen santísima mostrándole a san Juan: “Mujer ahí tienes a tu hijo”, los doctores aseguran que Dios al morir nos dio a su madre para todos los cristianos, personificados e el santo Evangelista. Creo, además que cuando el embajador celestial vino enviado por Dios para ordenar a San José que sirviese al Salvador y a su madre en un viaje tan lleno de peligros, tenía el designio de poner a todos lo hombres bajo la protección de este gran santo porque el Verbo encarnado encerraba a todos los humanos en su corazón admirable y la Virgen santísima era la nueva Eva… Parece imposible que san José sea el defensor de Jesús y de María sin que lo sea también de todos los hombres” (D VIII, 507).
Este carácter tipológico-eclesial de la huida a Egipto y del retorno con José como defensor y salvador de Jesús y de María lo acentúa Verthamont más precisamente siguiendo a Hilario, Anselmo y Ruperto: ¿Qué nos representa José cuando lleva a Jesús de Judea a Egipto y de Egipto a Judea? Este gran santo es un resumen de todos los apóstoles; da la sensación de que su amor por nuestra salvación está como reunido y concentrado en su corazón para que Jesús lo empleara en el negocio de la reconciliación de los hombres con Dios antes de que sirviese para este proyecto de las doce primeras columnas de la Iglesia. En efecto, al igual que los apóstoles dejaron a los judíos que menospreciaban el evangelio y marcharon a llevarlo a los gentiles, de la misma suerte, según Ruperto, José salió de Judea para ir a Egipto, donde combatió la idolatría y, cuando este gran santo retornó a Judea estaba profetizando tácitamente el regreso de los judíos a Jesucristo. (D VIII. 65).
Para Verthamont, el destino de José prefigura, tanto, el de toda la Iglesia e incluso el de cada uno de sus miembros, llamados al anuncio del evangelio bajo su protección.
V. El culto debido a San José, Nuestro Padre y Patrón.
Hemos subrayado el papel privilegiado que José tuvo en la economía de la salvación en la mente de Verthamont, seguidor de Ruperto de Deutz. Insistamos por última vez para mejor justificar con nuestro jesuita el culto debido al padre virginal del redentor: “Jesucristo, en tanto cuanto hombre, ha sido prometido a José bajo el nombre de salvador. ¿Por qué así? A fin de persuadirlos de que, si José no había participado en la formación del cuerpo de Jesús, al menos había concurrido a hacerlo salvador de todos los hombres al fatigarse, al viajar y al sudar con él. Por este motivo, continúa Ruperto, entre todos los patriarcas ha sido José el último a quien ha prometido el salvador pero de manera más excelente que a los demás… José, por su cualidad de cooperador de la redención de los hombres, nos ama mucho más y es mucho más sensible hacia nuestras cuitas que lo que podrían serlo los padres más apasionados por sus Hijos (D VIII, 563,565. Cf. Páginas 324, 373 de los Discursos V y VI, en las que José es presentado como el nuevo Abraham).
En este mismo sentido, Verthamont cita el testimonio de san Alberto Magno, doctor de la Iglesia, para el que José es sustentáculo de todo el género humano porque, al encargarse de la educación de Jesucristo, había contribuido sobremanera a la salvación de todos los hombres (D VIII, 563).
Desde este punto de vista, la paternidad espiritual de san José sobre el género humano se parece, aunque en grado inferior a la maternidad espiritual de María tal y como la expone el concilio Vaticano II: “Al concebir a Cristo y traerlo a este mundo, al presentarlo en el templo a su Padre, sufriendo con su hijo que moría en la cruz, María aporta a la obra de salvador una cooperación absolutamente única por su obediencia, su fe, su esperanza, su ardiente caridad para que fuera devuelta a las almas la vida sobrenatural. Por eso ha sido constituida para nosotros, en el orden de la gracia, nuestra madre” (LG 61).
De ahí se deriva nuestro deber de reciprocidad y de culto filial a san José, deber que también es el de imitar a Jesús y que Verthamont expresa con elocuente convicción: “El Hijo de Dios ha sido el primero entre todos los hombres que se ha entregado a este gran santo. Jamás hijo alguno ha pertenecido tan absoluta y enteramente a su padre como Jesús ha querido pertenecer a san José; jamás hijo ha rendido tanto honor a su padre como Jesús al suyo, porque era razonable que quien había grabado en el fondo de nuestro corazón la hermosa ley (honrad a vuestro padre) la guardara exactamente él mismo. En fin, jamás hijo alguno ha tributado sus servicios a su padre con tanta ternura como el verbo encarnado lo ha hecho al aparecer como servidor de nuestro santo. De esta suerte el Salvador, al testimoniarnos un deseo tan ardiente de que le imitemos, está al mismo tiempo mostrando su fuerte inclinación a hacer que nosotros amemos y respetemos a san “José”. Inclinación fundada sobre su justicia y su gratitud, que desea ardientemente que se honre a los santos en la tierra a fin de recompensar sus méritos (DVIII, 509-510).
Conclusión: límites e interés permanente del tratado
Nuestra admiración no tiene que impedirnos percibir aspectos criticables en la obra de este provincial de Aquitania. Así, el “José” de Verthamont es más angélico que verdaderamente humano, incluso en momentos determinados más estoico y jansenista que humano y cristiano (D VI, 414). Esta pagando el autor un pesado tributo a las tendencias de la época.
Pero estos fallos son excusables y secundarios en comparación con los méritos inmensos de una auténtica obra maestra como es ésta. Si parece que no alude a la pertenencia de san José al orden de la unión hipostática, conocida ya en su tiempo; si no explicita esta verdad, la conoce implícitamente y de ella hace derivar con fortuna las consecuencias, más notablemente las tocantes a la participación íntima y privilegiada de san José en el misterio de la Redención Sería deseable, por tanto, una nueva edición de este Octavario de san José que nos legó el padre José de Verthamont.
Transcripción de José Gálvez Krüger