Ya hemos escrito sobre la epifanía de Jesús a los pastores. Lucas había puesto énfasis en el pesebre, en el cual había sido puesto Jesús, envuelto en pañales. Su manifestación a los pastores, representantes de su pueblo, los había llenado de entusiasmo, tanto es así que se “volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto” (2,20). También aquello que conocieron esta noticia “se maravillaron de lo que los pastores les decían” (2,18).

Otras son las emociones suscitadas por los Magos, venidos de Oriente para buscar al recién nacido rey de los judíos, con el propósito de adorarle. Mateo refiere que: “En oyéndolo, el rey Herodes se turbó y con el toda Jerusalén (2,3). Evidentemente el evangelista aumenta el colorido de la Anunciación, anticipando el rechazo que más tarde la ciudad dará al Señor: aun aclamándolo en su solemne entrada en Jerusalén como “Hijo de David” (MT 21,9) y “rey de Israel” (NJ 12,13), inmediatamente después, el pueblo lo rehusó, protestando: “No tenemos más rey que al césar” (NJ 19,15).

Es esta la misma contradicción que notamos en la narración de los magos: aun reconociendo---Escritura en mano---que el lugar donde decía nacer el Mesías era “en Belén de Judea, porque así está escrito por el profeta” (MT 2,5), la ciudad no se incomoda y Herodes solo lo hace para acechar la vida del niño. En contraste, los Magos “entraron en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose le adoraron; luego abrieron sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra” (2,11).

Recaudador de profesión, Mateo está impuesto a aceptar en la vida el resultado de situaciones, les gusten o no. Por un lado, escribiendo para los cristianos provenientes del judaísmo, prefiere poner de relieve que Jesús vino a su pueblo y que se ha dedicado exclusivamente a Israel. Es solamente Mateo quien recuerda las afirmaciones de Jesús: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (15,24); “No toméis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos, dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (10,5s). Por otro lado, él reporta obviamente que Jesús también ha dicho: “Vendrán muchos de Oriente y Occidente a ponerse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera” (8,11s); “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (28,19).

Mateo no podía inventar el episodio de los Magos, porque estaba lejos de su visión particular, pero tampoco podía excluirlo, ya que entraba en el cálculo de Dios. Por el mismo sentido de justicia que lo distingue, Mateo omite en la narración de este episodio a nuestro José, aun siendo el personaje clave de los dos primeros capítulos. Los Magos, en efecto, “entraron en la casa; vieron al niño con su madre María” (2,11).

¿Por qué la omisión de José, desde el momento que en la intimidad de la casa, ausente el jefe de familia? Mateo sabe que José es jurídicamente en aquella casa el esposo y el padre; pero también sabe, por haberlo explicado anteriormente en el capítulo primero, que “el niño y su madre” no pertenecen a José en modo absoluto. Este es el motivo por el cual el evangelista presenta repetidamente “el niño y su madre” como una unidad independiente (Cf. 2,13.14.20.21). Ellos son y permanecen los “tesoros más preciosos y más grandes de Dios”. José no es su propietario; a él Dios sólo le ha confiado el ministerio de su “diligente custodia”. La tarea de José, fielmente cumplida, queda esencialmente la de ser “el depositario del misterio”.