La Iglesia coloca la maternidad de María al centro del Credo: “(El Verbo) por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. María es la que con su maternidad une estrechamente el Cielo con la tierra, lo divino con lo humano, garantizando la realidad de la Encarnación: es por medio de María como el Verbo se hizo verdaderamente hombre.
La relación única que se ha instaurado entre Jesús y María, a causa de su maternidad, es singular también bajo el aspecto teológico, por la eficacia santificante de la humanidad de Jesús. La obra de purificación y santificación, actuada por la Encarnación en la renovación de todas las cosas, fue máxima en la realidad de la maternidad, que pertenece de lleno a los Misterios de la vida de Cristo. La condena que en el Edén había alcanzado a la mujer precisamente en su actividad esencial (“Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con trabajo parirás los hijos” (Gen 3, 15), pierde todo efecto en María, para quien, no significaron, Lucas omitirá toda alusión a los dolores del parto: “Y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (2, 7). Con su Encarnación Jesús ha directamente purificado y santificado la maternidad, la cuna de la vida: María es la nueva Eva, la nueva madre do todos los vivientes (cf. Gen 3, 20).
El titulo de Madre de Dios que la Iglesia atribuye a María, no solo honra a su persona, sino demuestra que la grandeza de la maternidad va mas allá de la simple función biológica, alcanza nada menos que la persona divina del Verbo y tiene consecuencias inconmensurables, o sea la redención de la humanidad.
Dice San Anselmo: “A María Dios dio su único Hijo, engendrado igual a sí mismo y amado como si mismo; de María plasmó al Hijo, no otro, sino el mismo, de manera que según la naturaleza fuera el único y mismo Hijo común de Dios y de María. Dios creó toda criatura, y María engendró a Dios: Dios que había creado todas las cosas, se hizo a sí mismo criatura de María y ha recreado así todo lo que había creado. Y mientras había podido crear todas las cosas de la nada, después de su ruina no quiso restaurarlas sin María” (Disc. 52: PL 158, 956).
“El misterio de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su Fiat: “hágase en mi según tu palabra”, haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este Fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió en Dios sin reserva y se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Y este hijo –como enseñan los padres- lo ha concebido en la mente antes que en el seno: precisamente por medio de la fe” (Redemptoris Mater, n. 13).
Pues bien, “la fe de María se encuentra con la fe de José” cuando el ángel divino se dirige a José como el “esposo de María”, “confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María” (RC, n. 3).
José en ese momento “es introducido en el misterio de la maternidad de María”. “Con María – y también en relación con María – José participa en esta fase culminante de la autor revelación de Dios en Cristo, y participa desde el primer instante… José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación” (RC, n. 3).