Ya que san José posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana (RC, n. 21), el debía poseer también el amor que a ella le corresponde. Si faltara el amor, la paternidad acabaría por identificarse con una simple intervención biológica, reductible a un semen, de cualquier manera procurada y manipulada por iniciativa de la tecnología e ingeniería genética, como hoy en día, por desgracia, sucede. Citando el pensamiento de Pío XII, la Exhortación apostólica “Retemptoris Custos” afirma: “Al no ser concebible que a una misión tan sublime no correspondan las cualidades exigidas para llevarla a cabo de forma adecuada, es necesario reconocer que José tuvo hacia Jesús por don especial del cielo, todo aquel amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda conocer” (n. 8).
El amor paterno de José hacia Jesús es expresado concretamente –según la lúcida descripción de Pablo VI “el haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que está unida a él; el haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; el haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda su capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa” (RC, n. 8)
El ministerio de la paternidad de salvación: “Para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención (RC, n. 8).
El ministerio de San José fue un ministerio verdaderamente sublime, que el Hijo de Dios ha humildemente aceptado y honrado con su obediencia. He aquí la palabras de León XIII: “El se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a su propio padre” (RC, n. 8).