Entre los misterios de la vida de Jesús, la circuncisión, celebrada como fiesta del Señor hasta la nueva reforma litúrgica, ocupa un lugar importante. Los hebreos tenían en alta consideración este rito, tanto que tenía preponderancia sobre la ley del sábado; sabemos cuanto en la Iglesia apostólica se discutió sobre la permanencia o no de su obligatoriedad para los convertidos del paganismo.
La circuncisión había sido impuesta por Dios a Abraham como “signo de alianza” (Gn 17,9-14), que el Señor instauraba con el patriarca y su descendencia: su rito hacía participar al circunciso en la alianza, como se indica en la oración que el padre profería: “Bendito aquel que nos ha santificado con sus mandamientos y nos ha ordenado introducir a este en la alianza de Abraham, nuestro padre”.
Con la venida de Cristo es claro para la Iglesia apostólica que este rito, como la antigua alianza de la cual era signo, pertenecía ya a las “figuras” o “sombras” de la realidad futura, que había encontrado su cumplimiento en Jesús, que es el sí de todas las antiguas promesas (Cf. 2 Cor. 1,20) y que instaura la “nueva y eterna alianza”. Jesús tuvo que someterse a aquel rito para llevarlo a su perfección, darle cumplimiento, o sea realizar lo que significaba. Como entre los primeros deberes de un padre hacia su hijo estaba el “circuncidarlo”, José ciertamente proveyó a la ejecución ritual de la circuncisión. Llegando a ser así ministro de salvación también en este misterio, lleno de significado para el pueblo hebreo, como Pablo hace notar llamando a Jesús “ministro de los circuncisos” (a.m. 15, 8).
Con la circuncisión Jesús es súbdito de la ley (Cf. a.C. 15,5) para salvar a los que están bajo la ley (Gal. 4, 40), siempre según el principio que Él asume para redimir. Hay que observar, además, como Lucas recuerda el rito de la circuncisión, pero no dice que Jesús haya sido circunciso. Eso fue para evitar que Jesús pudiera ser considerado como un miembro cualquiera de la alianza, ¡Él que, en cambio, es la alianza! Jesús, no es un beneficiario de las promesas, sino es la “promesa misma”, es el “sí” de todas las antiguas promesas. No necesitaba, en fin, presentar a Jesús como introducido en la alianza por otros a través de la ejecución del rito desde el momento que Él es el “mediador de una alianza más noble” (Hb 8, 6).
Ya que los Evangelios no son una crónica del pasado, sino un anuncio del “misterio” cristiano, también el “silencio” tiene su significado determinante.