Agustín no pensó en entrar al sacerdocio y, por miedo al episcopado, incluso huyó de las ciudades donde era necesaria una elección. Un día en Hippo Regius, donde lo había llamado un amigo cuya salvación del alma estaba en peligro, estaba orando en una iglesia cuando de repente la gente se agrupó a su alrededor aclamándole y rogando al obispo, Valerio, que lo elevara al sacerdocio. A pesar de sus lágrimas, Agustín se vio obligado a ceder a las súplicas y fue ordenado en 391. El nuevo sacerdote consideró esta ordenación un motivo más para volver a su vida religiosa en Tagaste, lo que Valerio aprobó tan categóricamente que puso cierta propiedad eclesiástica a disposición de Agustín, permitiendo así que estableciera un monasterio, el segundo que había fundado. Sus cinco años de ministerio sacerdotal fueron admirablemente fructíferos; Valerio le había rogado que predicara, a pesar de que en África existía la deplorable costumbre de reservar ese ministerio para los obispos.
Agustín combatió la herejía, especialmente el maniqueísmo, y tuvo un éxito prodigioso.
Valerio, obispo de Hipona, debilitado por la vejez, obtuvo la autorización de San Aurelio, primado de África, para asociar a Agustín con él, como coadjutor. Agustín se hubo de resignar a que Megalio, primado de Numidia, lo consagrara. Tenía entonces cuarenta y dos años y ocuparía la sede de Hipona durante treinta y cuatro. El nuevo obispo supo combinar bien el ejercicio de sus deberes pastorales con las austeridades de la vida religiosa y, aunque abandonó su convento, transformó su residencia episcopal en monasterio, donde vivió una vida en comunidad con sus clérigos, que se comprometieron a observar la pobreza religiosa. Lo que así fundó, ¿fue una orden de clérigos regulares o de monjes? Esta pregunta ha surgido con frecuencia, pero creemos que Agustín no se paró mucho a considerar estas distinciones. Fuera como fuere, la casa episcopal de Hipona se transformó en una verdadera cuna de inspiración que formó a los fundadores de los monasterios que pronto se extendieron por toda África, y a los obispos que ocuparon las sedes vecinas. San Posidio (Vita S. August., XXII) enumera diez de los amigos del santo y discípulos que fueron promovidos al episcopado. Fue así que Agustín ganó el título de patriarca de los religiosos y renovador de la vida del clero en África.
Pero, ante todo, él fue defensor de la verdad y pastor de las almas. Sus actividades doctrinales, cuya influencia estaba destinada a durar tanto como la Iglesia misma, fueron múltiples: predicaba con frecuencia, a veces cinco días consecutivos, y de sus sermones manaba tal espíritu de caridad que conquistó todos los corazones; escribió cartas que divulgaron sus soluciones a los problemas de la época por todo el mundo entonces conocido; dejó su espíritu grabado en diversos concilios africanos a los que asistió, por ejemplo, los de Cartago en 398, 401, 407, 419 y Mileve en 416 y 418; y por último, luchó infatigablemente contra todos los errores. Describir estas luchas sería interminable; por tanto, seleccionaremos solamente las principales controversias y en cada una indicaremos cuál fue la postura doctrinal del gran obispo de Hipona.