Santa Virgen, Madre de Dios, socorred a los que imploran vuestro auxilio. Volved vuestros ojos
hacia nosotros.
¿Acaso por haber sido unida a la Divinidad ya no os acordaríais de los hombres? ¡Ah!, no por cierto.
Vos sabéis en qué peligros nos habéis dejado, y el estado miserable de vuestros siervos; no es propio de vuestra gran misericordia el olvidarse de una tan grande miseria como la nuestra.
Emplead en nuestro favor vuestro valimiento, porque el que es Omnipotente os ha dado la omnipotencia en el Cielo y en la tierra.
Nada os es imposible, pues podéis infundir aliento a los más desesperados para esperar la salvación.
Cuanto más poderosa sois, tanto más misericordiosa debéis ser.
Ayudadnos también con vuestro amor. Yo sé, Señora mía. Que sois sumamente benigna, y que nos amáis con un afecto al que ningún otro aventaja.
¡Cuántas veces habéis aplacado la cólera de nuestro Juez en el instante en que iba a castigarnos! Todos los tesoros de la misericordia de Dios se hallan en vuestras manos.
¡Ah! no ceséis jamás de colmarnos de beneficios.
Vos solo buscáis la ocasión de salvar a todos los miserables, y de derramar sobre ellos vuestra misericordia, porque vuestra gloria es mayor cuando por vuestra intercesión los penitentes son perdonados, y los que lo han sido entran en el Cielo.
Ayudadnos, pues, a fin de que podamos veros en el Paraíso, ya que la mayor gloria a que podemos aspirar consiste en veros, después de Dios, en amaros y en estar bajo vuestra protección.
¡Ah!, oídnos, Señora, ya que vuestro Hijo quiere honraros concediéndoos todo cuanto le pidáis.