En la primavera de 1545, San Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro de costumbres licenciosas. Anticipándose a la moda que se introduciría varios siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones, sin tener siquiera la excusa de que trabajaban como los hombres. El santo fue acogido en la ciudad con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma.
En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue una época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre genérico de Molucas y que es difícil identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales había colonia de mercaderes portugueses. Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio: "Los peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo por Dios, son primavera de gozo espiritual. Estas islas son el sitio del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos declarados y los amigos aparentes". De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses predicando. Antes de volver a la India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y conoció personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro. Javier desembarcó nuevamente en la India, en enero de 1548.
Pasó los siguientes quince meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el "Colegio Internacional de San Pablo" en Goa) y preparar su partida al misterioso Japón, en el que hasta entonces no había penetrado ningún europeo. Escribió la última carta al rey Juan III, a propósito de un obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella decía: "La experiencia me ha enseñado que Vuestra Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus riquezas y disfrutar de ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana".