La adoración amante de la Santísima Trinidad. Nuestra santificación y cooperación
La vida interior supone la vida sobrenatural. No es otra cosa que la cooperación de nuestra voluntad con la gracia, con los movimientos íntimos mediante los cuales el Espíritu Santo, nuestro Huésped, nos atrae y nos guía. Debemos, por tanto, mencionar a la Santa comunión entre los principales medios de que disponemos para conservar, defender y acrecentar esta preciosa vida interior. Porque es por la Santa Comunión, sobre todo, que la vida sobrenatural se conserva, lucha y crece en nosotros.
Los dos fines de Jesús
La santa comunión continúa y consuma en nuestro corazón el sacrificio del altar. Es decir que la misa llama normalmente a la comunión, y que comulgando debemos hacer nuestras las intenciones que animan a Jesús al momento del sacrificio y al momento de su venida en nosotros. Acercándonos a la sagrada mesa, tratemos de entrar en los designios del Salvador. Cristo se propone dos cosas en el acto sagrado de nuestra comunión. La primera y principal, es ofrecer en y con nosotros su adoración amantísima a la Trinidad santa, que habita en nuestra alma. La segunda es santificarnos.
La adoración amante de las tres personas
Lo que Jesús quiere, primero, es guiar a cada uno de nosotros en su acto supremo de religión hacia las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Se entrega a mí para que me apropie y se sirva de Él para adorar a Dios. No quiere hacerse uno conmigo, una sola hostia, y con esta ostia compuesta de Él y de mí, escucha adorar amorosamente al Altísimo.
De este modo, en la comunión, Jesús termina sobre el atar de mi corazón el sacrificio que ofrecido a la Santísima Trinidad sobre el altar de la misa. Ahí, incluso si estoy distraído, aun si lo estos voluntariamente, con la condición de que mi alma esté en estado de gracia y que mi intención sea recta, ofrecerá a Dios, tanto en mi nombre como en el suyo, sus homenajes infinitos de adoración y amor. ¡Y Yo puedo aprovechar cuidadosamente este instante único para adorar y amar a Dios como se Él merece!
¡Oh Jesús desde que estás en mi pecho, tómame y úneme a ti! Luego, ofréceme contigo y úneme a mí. Luego ofréceme contigo, en una sola oblación, a las tres Personas divinas. Vivir o morir; actuar o sufrir; tener éxito o ser humillado, todo lo acepto. ¡Que estas tres personas se glorifiquen conmigo como gusten! Para ellas todo lo que soy y todo lo que tengo y todo de lo que soy capaz. Para ellas mi cuerpo, mi inteligencia, i corazón y mi voluntad, pero siempre en unión contigo, para que mi ofrenda sea glorificada... Lo que quiero es que, gracias a tu presencia, el Dios de bondad sea dignamente honrado por mí.
Nuestra santificación
En la santa Comunión, como en la misa, lo que Jesús, por una admirable condescendencia, se propone, en segundo lugar, es nuestra santificación. Desde que está presente en nosotros, nos libera de esos pecados veniales cotidianos, que no sólo nos impiden glorificar a Dios como deberíamos, sino que además ser santos como el lo desea. ¿Cómo alcanza ese resultado? Comienza ofreciendo a la santísima Trinidad sus mérito y su oración para obtener en nuestro favor un aumento de la gracia santificante. Y en esta abundancia de gracia, más bien, en este brasero, ¡con qué rapidez se consumen los pecados veniales de cada día! Luego por la virtud de su hostia, atenúa nuestro nefasto amor propio. Pero por sobre todas la cosas, crece nuestra vida divina, a la vez que crece nuestra gracias santificante. Crecen también nuestros derechos a numerosas gracias actuales, que son aumentados. Nuestras virtudes infusas, nuestras virtudes naturales se enraízan, Y finalmente, crece también, nuestra semejanza con Dios y nuestro mérito para el cielo perfecciona. Obtenida la gracia santificante, esta fuente de vida, se extiende en mí cada vez más. Oh Jesús, desde que está en mi alma, aumentas mi tesoro de gracia para hacerme más santo; dame las gracias necesarias para que me perfeccione cada vez más.
He aquí, bajo tus ojos mi egoísmo de pecador, mis hábitos detestables, mis tendencias funestas: por la virtud de tu hostia sírvete disminuir su violencia. El fondo de mi naturaleza es siempre orgulloso y sensual: por la fuerza de tu sacrificio, que se consume en mí, corrige esas miserias. Aumenta mis virtudes infusas, que derramas en mí, para que todos mis actos sean grandemente sobrenaturales y meritorio.
Fortifica mis virtudes adquiridas, las del hábito creado en mí, ¡tan débiles desgraciadamente!, para que cumpla habitualmente tu santa voluntad. Desarrolla en mí, cada vez más los dones del Espíritu Santo, para que sea plenamente dócil a las divinas inspiraciones. Finalmente, aumenta mi gracia santificante, que me hará más santo, dígnate aumentar el poder de mi caridad activa, que me conducirá más fuertemente hacia el bien. Sé que con una sorprendente ternura te propones conservar, aumentar, derramar, reparar y activar deliciosamente mi vida divina, extensión de la tuya. Sé también que de todo corazón quieres realizar en mí el segundo fin que me haces en la santa comunión. ¡Te agradezco por todo esto, y deseo que puedas encontrar en mí la docilidad que requieres para realizar maravillas de santidad!
Nuestra cooperación
Tiene que ser diaria y para toda la vida. No es sólo en la hora en que comulgo que debo corresponder a las generosidades de Jesús: siempre y en todo lugar. ¿Cómo podría adorar y amar a Dios con Jesús, sin santificarme primero? ¿Y cómo podría santificarme sin cooperar? ¿En qué consiste esta cooperación que me incumbe? Consiste en inmolar mi egoísmo y mis malas concupiscencias. El Jesús que recibo acaba de ser inmolado: ¿cómo me uniría a Él si no mortificara, al menos mi amor propio? Como dijo Pío XI: “cuanto más nos unamos al sacrificio del señor… inmolando nuestras concupiscencias y crucificando nuestra carne… tanto mayor será perfecta la unión de Cristo con sus miembros”.
Sí, la comunión, aún la de los simples fieles debe ser inmolante y debe asociarnos a las intenciones de Jesús, a la vez sacerdote y víctima. Prometámosle ser hostia como Él. Prometámosle rechazar la satisfacción funesta del pecado. Tomemos algunas y firmes resoluciones. Luego, abandonándonos totalmente a la virtud infinita de la Eucaristía, prometiendo inmolar los que es malo en nosotros. Finalmente, esta adaptación a la virtud infinita de la Eucaristía, hagámosla con determinación, porque es para vivir más abundantemente la vida divina; consintamos a morir a nuestros deseos perversos y a nuestras tendencias miserables.