Distintas actitudes ante el dolor humano
Por Robert Spaemann
La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sin-sentido? ¿Tiene esa pregunta algún sentido? Es seguro que no apunta hacia ningún tipo de instrucciones para conseguir experiencia (lit. praxis): el sufrimiento es el límite de la praxis. El sufrimiento es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. La réplica de quien, hablando del sentido del sufrimiento, afirmase que debe ser combatido allí donde se dé, justifica de hecho el sufrimiento, y no debe ser tenida en cuenta como tal réplica. Porque no se pregunta cómo podemos disminuirlo, sino qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite. Todos experimentamos alguna vez tales situaciones: los esfuerzos humanos llegan a su fin, y sucede lo que no queremos. El tema «sentido del sufrimiento» es idéntico al tema: «sentido de lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo».
Miedo ante el sufrimiento
Si alguien, de quien se pudiera suponer que sufre menos que otros, hablase sobre el sufrimiento, se le podría objetar:«para ti es fácil hablar; deberías antes pasar por una situación de verdadero sufrimiento: se te acabaría entonces el discurso». Pero ésta no es tampoco una réplica razonable, pues si yo sufriera de manera extrema por un instante, me encontraría entonces, de hecho, en una situación en la que nada podría decir sobre el sentido del sufrimiento.
Con todo, cuando hablamos del sufrimiento no lo hacemos necesariamente como un ciego pudiera hablar del color. Es decir, no hay límites exactos entre sufrir y no sufrir; y no los hay, porque al hombre-como dijo Thomas Hobbes -el hambre futura ya le convierte hoy en un hambriento-. Tenemos miedo del sufrimiento, y ya ese mismo miedo es sufrimiento.
Si yo estuviese hablando de un dolor físico que en este momento no tengo, o que quizá no he tenido nunca, entonces hablaría como un ciego habla del color. Pero el sufrimiento es algo distinto del dolor físico. El temor ante el dolor físico es, con frecuencia, peor que el propio dolor. Y siendo esto así, el miedo ante el sufrimiento es con frecuencia miedo del miedo. El temor ante la muerte no es en realidad miedo a estar muerto, sino miedo ante la situación en la que «mi corazón se llenará del máximo temor».
Sufrir es un fenómeno complejo. El dolor físico, el malestar, la sensación de desagrado, no son desde el principio idénticos al sufrimiento. Hay un grado moderado de dolor físico que de ningún modo podemos denominar sufrimiento, pues tiene, en la coherencia total de la vida, un sentido claramente conocido, una función biológica, y lo aceptamos sin objeción. El hambre, por ejemplo, tiene el sentido de mover a un ser vivo a que se preocupe por la comida. Una sensación aguda de hambre no supone ningún sufrimiento para el que sabe que, dentro de cinco minutos, se sentará ante una mesa bien provista. Sin embargo, la misma hambre es un sufrimiento para otra persona que sabe que, en un tiempo razonable, no va a tener nada que comer. Al hambre se le junta el miedo de un hambre mayor. El hambre pierde su sentido funcional allí donde ella es el mejor cocinero (es decir, cuando es muy grande): se convierte entonces en sufrimiento.
A partir de un cierto grado de intensidad, el dolor corporal como tales ya sufrimiento, es decir, cuando devora todas las perspectivas positivas o negativas de futuro. Si ese dolor se va, se va de una manera notablemente perfecta. Los dolores y desaparecidos gustan en cuanto tales, nada se tiene ya contra ellos; sólo queda la alegría de que han pasa do. El mal (moral) pasado, por el contrario, sigue siendo mal, y es objeto de pesar.
Decía más arriba que el mecanismo del dolor tiene ante todo un sentido biológico: precisamente el de estimular una actividad. Si consideramos el dolor en un puro plano fisiológico, como mecanismo fisiológico, y no dentro de la vida orgánica, es claro que sólo dura y actúa durante el tiempo y con la intensidad que exige su función biológica. Si sólo cupiera considerarlo de ese modo, un enfermo incurable no debería sentir ya ningún dolor, porque el dolor no desempeñaría en él, en la práctica, ninguna función. Sin embargo, el dolor continúa actuando, despliega una vida propia, llega a ser un cuerpo extraño en el ser. En lugar de estimularnos a una actividad, nos condena a la pasividad. En este sentido hablamos aquí del sufrimiento.
Allí donde no se acierta a integrar una determinada situación dentro de un contexto de sentido, allí comienza el sufrimiento. El término alemán «sufrimiento» tiene, de manera análoga a sus términos correspondientes en otras lenguas, un doble sentido. Significa tristeza (infelicidad, desagrado, ...), y también sencillamente pasividad (en el sentido de passibilitas), o, por decirlo a la moda, frustración. La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es, ante todo, una pregunta paradójica. Ella misma es expresión de sufrimiento, de ausencia indudable del sentido del actuar. Y se atraviesa en el camino de su propia respuesta (la obstaculiza). Apenas es posible darle una respuesta teorética, pues tal pregunta quedaría resuelta si desapareciera, pero no desaparece porque se resuelva. Los amigos de Job, con sus respuestas teoréticas, sólo consiguen irritarle. Dios no responde a sus preguntas, sino que le hace callar.
El sufrimiento en la sociedad moderna y en la sociedad primitiva
La sociedad moderna, tanto en Occidente como en el Este, también silencia la pregunta sobre el sufrimiento, pero de una manera distinta, es decir, suprimiéndola. La sociedad moderna concentra sus esfuerzos en la evitación y en la disminución del sufrimiento, y, por cierto, tratando de evitarlo no sólo de una manera indirecta, sino directa, como es eludiendo su interpretación. Los métodos y técnicas para evitar el sufrimiento tienen, sin embargo, por desgracia, efectos paradójicos. Tomados en su conjunto no aumentan la felicidad, ya que transforman el horizonte de las expectativas, y no eliminan con ello la discrepancia entre lo que creíamos poder esperar y lo que realmente sucede. Incluso se ha ensanchado esa discrepancia en algunas sociedades fundamentadas en el aumento de las necesidades. Pero aunque bajemos el nivel de tolerancia para soportar las frustraciones, al final siempre obtenemos la misma suma, o incluso un aumento del sufrimiento.
Cuando, como sucede en estos últimos tiempos, leemos con frecuencia que algunos colegiales se suicidan porque han llevado a casa malas notas, no cabe buscar la razón simplemente en que el juicio sobre las calificaciones escolares sea en los padres de hoy más severo que en los del siglo XIX. La razón está más bien en un índice más bajo de tolerancia respecto de las sensaciones de frustración. Konrad Lorenz ha hablado del creciente infantilismo que impulsa sin cesar hacia una inmediata satisfacción, y que incapacita por ello para soportar situaciones en las que no se da una satisfacción inmediata. Aquí es donde acaece el verdadero sufrimiento. No tiene sentido dudar de que esos jóvenes sufren, pero, ¿por qué sufren? Se trata evidentemente del efecto paradójico de una actitud .motivada absolutamente por el intento de evitar el sufrimiento. Un actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento. Max Scheler ha mostrado que las formas más altas de felicidad son aquellas que no se pueden alcanzar directamente. Yo puedo, sin duda, procurarme un deleite físico, pero las formas más altas de alegría, de profunda satisfacción, de felicidad, no las alcanzo por estudiar Psicología o por aprender técnicas de maximalización del placer. Una civilización fundamentada en el lamento, en la que cada uno tiende a compadecerse de sí mismo y a quejarse de su nefasta situación, apenas tiene ya impulso para hacer a los hombres felices. En la literatura psicoanalítica se dicen muchas cosas sobre el triunfo del placer, pero nunca se habla de la alegría.
La alegría, en cualquier caso, guarda relación con la experiencia del agradecimiento. Cuando la alegría es vista sólo como exigencia de felicidad, se pone en movimiento un automatismo que imposibilita la felicidad. Se podrá, en efecto, hablar siempre de exigencia de felicidad, pero no se puede cumplir con esa exigencia porque ella misma obstaculiza su realización. Cuando se utilizan más los psicofármacos para suprimir molestias normales, para evitar sensaciones de malestar, para disminuir todo temor o nerviosismo, disminuye también, lógicamente, la intensidad de la felicidad. No puede haber montes si no hay valles.
En las sociedades primitivas, a las que ciertamente no podemos retornar, pero a las que debemos referirnos como sustrato de nuestras reflexiones, hay dos figuras relacionadas con el sufrimiento, que nosotros hemos perdido. En ellas se cuenta con el sufrimiento que desarrolla su rol, su función. Dicha función hace posible transformar, hasta cierto punto, el propio sufrimiento en actividad, ya que cada rol exige del que lo desempeña un cierto rendimiento.
El mendigo, por ejemplo, en las sociedades primitivas, y aun hoy en bastantes sociedades islámicas, no es simplemente el socialmente fracasado que debe estar siempre mirando dónde poder quedarse, sino que desempeña un papel. Dicho papel pide una vestimenta adecuada, ciertas formalidades que el mendigo debe decir, etc. Lo suyo no es sólo aceptar lo que le dan, es decir, no ser sólo receptor de la beneficencia pública, sino que él también tiene algo que dar: el mendigo promete rezar por aquel que le da algo. De ese modo, la situación de sufrimiento no es para él una pura condena a la pasividad, como ocurriría entre nosotros con un náufrago que es sólo objeto de auxilios, sino que él también tiene que representar su papel con la dignidad que le corresponde.
Algo semejante podríamos decir de la viuda. Tras ella hay una catástrofe -más intensa aún en las sociedades primitivas-, pero sobrelleva su nueva existencia, por así decir, como quien representa su rol. A ese papel le corresponde un determinado ropaje, e incluso el llanto.
En estos casos, el sufrimiento no es propiamente algo que no debe suceder, y que si sucede convierte al paciente en víctima, en objeto pasivo de auxilios. El sufrimiento está allí previsto. Es posible que alguien pudiera decir: «es mucho mejor una sociedad que no prevé el sufrimiento, pero que se esfuerza por suprimirlo». De hecho, vivimos en una sociedad dinámica que, a diferencia de las sociedades primitivas, tiende a la abolición del sufrimiento. Pero la realidad es que una tal sociedad. con su creciente actividad, cuando llega al límite más allá del cual no puede disminuir el sufrimiento, no tiene ya nada más que decir.
Era propio del primiti