12 de septiembre de 1997
Desde el frío ataúd, la querida Madre Teresa continúa hablándonos y parece repetirnos las palabras del Señor: "¡Hay mayor felicidad en dar que en recibir!". Éste es el centro del Evangelio, el mensaje evangélico del amor de Dios por nosotros, sus criaturas, y de nuestro amor por Él, un amor que tiene que hacerse concreto y eficaz en nuestras relaciones mutuas.
La Madre Teresa de Calcuta había comprendido plenamente el Evangelio del amor. Lo había comprendido con cada fibra de su espíritu indomable y con toda la energía de su frágil cuerpo. Lo ha practicado con todo su corazón y con el cansancio cotidiano de sus manos. Superando las fronteras de las diferencias religiosas, culturales y étnicas, ha enseñado al mundo esta lección necesaria y benéfica.
Al final de un siglo que ha vivido momentos terribles de oscuridad, la luz de la conciencia no se ha apagado totalmente. La santidad, la bondad, la amabilidad, el amor siguen siendo reconocidos cuando se manifiestan en la Historia. El Santo Padre Juan Pablo II ha manifestado así lo que muchas personas de toda condición han visto en esta mujer de fe inquebrantable: su extraordinaria visión espiritual, su amor generoso y atento por Jesús en cada individuo que encontraba, su absoluto respeto por el valor de toda vida humana y su valentía para afrontar tantos retos. Su Santidad, que conocía muy bien a la Madre Teresa, desea transmitir su acción de gracias a Dios por haber donado esta mujer a la Iglesia y al mundo.
La historia de la vida de Madre Teresa no es sólo una mera aventura humanitaria, como ella misma aclararía. Es una historia de fe bíblica. Tan sólo puede explicarse como el anuncio de Jesucristo, como -utilizando sus mismas palabras- un acto de «amor y servicio a él en la imagen dolorosa de los más pobres de los pobres, tanto espirituales como materiales, reconociendo en ellos y restituyéndoles su imagen y semejanza con Dios». Se ha dicho que la Madre Teresa habría podido hacer mucho más para combatir las causas de la pobreza en el mundo. La Madre Teresa era consciente de estas críticas.
Quizá se encogió de hombros diciendo: «Mientras ustedes continúan discutiendo sobre las causas y los motivos de la pobreza, yo me arrodillaré ante los más pobres de los pobres y me preocuparé de sus necesidades». A los mendigos, a los leprosos, a las víctimas del SIDA no les hacen falta grandes debates y teorías, lo que necesitan es amor. Quienes tienen hambre no pueden esperar que el resto del mundo encuentre la solución perfecta, necesitan solidaridad concreta. Los moribundos, los minusválidos, los niños indefensos que todavía no han nacido no encuentran apoyo en las ideologías utópicas que, particularmente en los últimos doscientos años, han tratado de modelar un mundo perfecto; lo que necesitan es una amorosa presencia humana y una mano cariñosa.
La herencia espiritual que nos deja la Madre Teresa está resumida en las palabras de Jesús escritas en el Evangelio de Mateo: «En verdad os digo, cada vez que hicisteis algo por uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». En el silencio, en la contemplación y en la adoración ante el Tabernáculo ella aprendió a ver el auténtico rostro de Dios en cada ser humano que sufre. En la oración descubrió la verdad esencia que sirve de fundamento para la doctrina social de la Iglesia y para su obra religiosa y humanitaria en cada momento y en cada parte del mundo: Jesucristo, la Palabra eterna hecha carne, el Redentor de la humanidad, ha querido identificarse con cada persona, en particular, con los pobres, los enfermos y los necesitados («a mí me lo hicisteis»).
La Madre Teresa de Calcuta ha encendido una llama de amor que sus hijas y sus hijos espirituales, las Misioneras y los Misioneros de la Caridad, tienen que mantener encendida. El mundo tiene gran necesidad de la luz y del calor de esa llama. El homenaje que tributamos a la memoria de esta humilde religiosa, a quien su amor por la India y por la ciudad de Calcuta no le ha impedido convertirse en ciudadana del mundo, será vano si nosotros -creyentes y hombres y mujeres de buena voluntad de todas las partes del mundo- no continuamos su labor donde ella se ha detenido. Los pobres están todavía entre nosotros. Dado que ellos son el reflejo del Hijo Crucificado de Dios, tienen que colocarse en el centro de nuestra atención personal, de nuestra acción política y de nuestro compromiso religioso…
El Santo Padre ha recordado las siguientes palabras de la Madre Teresa: «El fruto de la oración es la fe, el fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio y el fruto del servicio es la paz». Comencemos a cambiar el mundo dirigiéndonos con una oración humilde a Dios, Creador de todo lo que existe. ¡Renovémonos en la fe!. ¡Que nuestro corazón se llene del auténtico amor! Sólo cuando aprendamos a ver a los demás como a nuestros hermanos y hermanas amados, independientemente de los diferentes y lejanos que sean, la humanidad aprenderá las sendas de la paz. En ese momento, sí que habremos hecho «algo bueno por Dios».
Ojalá que, al mismo tiempo que confiamos a nuestra hermana a la recompensa celestial, todos aquellos que han admirado a esta mujer extraordinaria se comprometan en la comprensión de la importante lección que ha impartido al mundo, una lección que es también el camino hacia nuestra felicidad humana: "Hay mayor felicidad en dar que en recibir".
Querida Madre Teresa, el dogma consolador de la comunión de los santos nos permite sentirnos todavía más cercanos a ti. Toda la Iglesia te agradece tu ejemplo luminoso y promete aprenderlo. En nombre del Papa, te doy el último adiós y, en su nombre, te doy gracias por todo lo que has por los pobres del mundo. Ellos son los favoritos de Jesús. Y son también los favoritos de nuestro Santo Padre, su vicario en la tierra. En su nombre, pongo en tu ataúd la flor de nuestra más profunda gratitud».