Por José Manuel Mañu
En ocasiones los profesores nos dejamos llevar de simpatías y antipatías. Menos de lo que parece, pero ocurre; y suele ser un síntoma de los que comienzan en la profesión o de los que no han alcanzado madurez profesional. En una clase con veinticinco o treinta alumnos hay una gran variedad de situaciones y suelen darse tres o cuatro alumnos revoltosos, buenos o malos estudiantes, y que suelen ser corregidos con frecuencia.
Ahora está de moda entre los pedagogos hablar de alumnos hipercinéticos, es decir lo que siempre se ha llamado movidos.
Los alumnos o alumnas que al comenzar la primaria querían enormemente a su profesor o profesora al llegar a cuarto o quinto se comienzan a distanciar, el juicio sobre sus profesores comienza a ser crítico y ya no les parece necesariamente bien todo lo que hace o dice. Es una reacción lógica, propia de la evolución psicológica, y que anuncia lo que se acentuará con la adolescencia.
Reacciones de la familia
Las diferencias más notables se producen como consecuencia de la reacción de los padres. Actualmente el entorno social es más exigente y crítico con los profesores que hace unos años .
Antes, las decisiones del equipo educativo eran respaldadas por casi todas las familias de un colegio. En la actualidad hay una gran disparidad de unas familias a otras. Cuando a un hijo o hija en fase psicológica crítica se unen unos padres hiperprotectores tenemos el caldo de cultivo propicio par que se produzca una tensión familia-colegio.
Hace unos años, un error frecuente era no escuchar al hijo o hija, y sin mediar conversación, respaldar la actuación del profesor. no era raro recibir una bofetada si se llegaba a casa quejándose de que le habían pegado. Esto ha cambiado pero, de todas formas, en algunos casos es como si hubieran vuelto del revés las cosas ahora el niño tiene siempre razón y el profesor ha de demostrar lo contrario.
Escuchar y analizar
A mi juicio, siempre debe escucharse al hijo o hija, aún sabiendo que por apasionamiento o por falta de perspectiva muchas veces estará equivocado. La sensatez de los padres les llevará a que si el asunto es grave o repetitivo, vayan al colegio a hablar con el tutor o el jefe de estudios. El resultado educativo de los enfrentamientos suele ser nulo o contraproducente.
La mayoría de las ocasiones no procede dar más importancia a lo que son los pequeños roces naturales de la convivencia. Los hijos deben acostumbrarse a saber que sus profesores son personas de carne y hueso, que hay unos más simpáticos que otros, que uno es muy exigente y el otro menos. En fin, la vida es variada y cuanto antes se acostumbren a esa diversidad, antes se adaptarán al mundo.
Ordinariamente la respuesta a esa excusa infantil de la supuesta manía del profesor, debe ser ayudar al hijo a reconocer su responsabilidad personal y a asumir las consecuencias de esa mala actuación, bajo rendimiento académico... Sólo en aquellos casos que con suficiente fundamento percibamos que el chico o chica tiene razón, procede actuar de otra manera.
En muchas ocasiones el tutor tiene suficientes datos sobre profesor y alumno como para darnos un consejo acertado. Si el afectado es el propio tutor lo aconsejable es acudir a alguna persona del equipo directivo.
¿Quién tiene razón?
Para un profesor no debe ser motivo de afrenta el pedir perdón a un alumno por una mala actuación. Eso no es perder la autoridad salvo para quien, por orgullo, no está dispuesto a rectificar. Por la misma razón, hay que enseñar a los alumnos a pedir perdón, en público o en privado. Es mucho más frecuente el apasionamiento y la ceguera entre los alumnos que entre los profesores y no suele ser buen método un careo entre profesor y alumno.
En principio, y mientras no se demuestre lo contrario, se debe presuponer equidad en el profesor y que por tanto no actúa por simpatías y antipatías. Cuando no sea así, su inmediato superior deberá corregir al profesor con toda la claridad necesario pero salvando siempre la autoridad moral que el profesor necesita tener delante de los alumnos.