Cuando uno reflexiona seriamente acerca de los problemas de nuestra sociedad llega fácilmente a la conclusión de que el origen de la mayor parte de los males que padecemos provienen de fallos y defectos en la educación. Lo mismo ocurre cuando examinamos la situación actual de la Iglesia. ¿Pueden ir mejor las cosas en unas comunidades donde el mayor número de fieles han recibido los sacramentos sin haber alcanzado la formación personal necesaria para comprenderlos y vivir de acuerdo con sus dones y exigencias?
Educar es el arte de transmitir a los demás lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, con el estudio y la meditación, con la experiencia de los acontecimientos vividos y la relación con otros seres humanos. Este traspaso de la realidad espiritual de una generación a otra es la condición indispensable para el crecimiento de las personas, de la sociedad y de la humanidad entera.
Es muy posible que las deficiencias actuales de la educación sean una de las cosas más negativas de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia. Estas deficiencias se originan ya en la familia, crecen en la escuela, se amplían en la vida social y se consolidan con las debilidades y las omisiones de la educación religiosa.
Para los cristianos, Jesucristo es el educador principal e indispensable. El nos ofreció y nos ofrece por su Iglesia lo mejor de su conciencia humana, su conocimiento verdadero y definitivo de Dios, su manera de acoger y tratar a las personas, su forma de entender y valorar el mundo en las circunstancias más variadas de la vida, el conjunto del mundo en el que tenemos que desenvolvernos y la manera de hacerlo correctamente en libertad y en la verdadera justicia que es amor y misericordia. Jesús es un principio universal de humanidad y de cultura. Un punto de partida de la más depurada educación.
No creo que sea exagerado decir que hoy, en la mayoría de las familias navarras y españolas, hay grandes deficiencias educativas. La educación requiere convivencia intensa en un clima de confianza y comunicación. Pero la forma de vida dominante, excesivamente sometida a exigencias, externas, hace que los padres estén poco con los hijos y hablen poco con ellos. Sería interesante que los padres se preguntaran cuánto tiempo dedican cada día, cada fin de semana, a estar con sus hijos y hablar con ellos con tranquilidad y confianza.
En pocos años se ha establecido ampliamente entre nosotros un principio radicalmente antipedagógico que podría formularse así: quiero que a mis hijos no les falte de nada, que no sean menos que los demás, que crezcan y vivan espontáneamente, que sean felices a su manera. Falta algo tan decisivo como ayudarles a descubrir lo que verdaderamente es bueno para ellos, lo que de verdad les hace crecer y calificarse como personas.
Unos adoptan este criterio como compensación de lo que ellos mismos tuvieron que sufrir, otros por inseguridad ante las ideas de los hijos y otros muchos como manera de mantener unas relaciones distendidas en casa a pesar de las distancias y desacuerdos. Esta forma de proceder sacrifica la autoridad a la condescendencia y deja a los jóvenes en manos de sus tendencias más instintivas, no les presenta ideales de vida, no corrige sus defectos ni desarrolla su responsabilidad personal, favorece una idea falsa del propio valer y de los propios derechos los deja a merced de las manipulaciones ideológicas y comerciales. Educar blandamente a quienes van a tener que vivir en un mundo duro y exigente no es hacerles un buen servicio.
La escuela de estos años ha tenido que trabajar con unas leyes y unos criterios pedagógicos de inspiración roussoniana y anticristiana que no ha sido capaz de ofrecer a nuestros jóvenes motivaciones de orden moral para el esfuerzo imprescindible en cualquier aprendizaje, reforzando las deficiencias de la educación familiar. Nadie que sea honesto y sensato puede negar la necesidad de un cambio radical en nuestros sistemas pedagógicos. Pero no será posible cambiar de verdad el tono educativo de los colegios si no mejora también en las familias. Dar siempre la razón, no corregir nada, no exigir responsabilidades es el mejor sistema para fomentar personalidades egoístas, atrofiadas, con muchas necesidades y pocos recursos personales y, en consecuencia, resentidas e infelices.
Esto mismo, salvadas las distancias, vale para la actuación de muchos educadores religiosos en los colegios y en las parroquias. Con la mejor voluntad del mundo, hemos intentado facilitarles las cosas a los jóvenes lo más posible, hemos adecuado el culto a gustos y a sus horarios, hemos adaptado la predicación a su sensibilidad, desarrollando los aspectos humanistas y omitiendo las verdades fundamentales del cristianismo, aquellas que nos plantean las exigencias radicales de la llamada de Dios y las responsabilidades de nuestra libertad. Les hemos ofrecido una versión blanda y desvirtuada del mensaje de Jesús y de la vida cristiana, sin renuncias, sin esfuerzo, sin ideales de santidad y de heroísmo. No han descubierto la verdadera grandeza del cristianismo, su verdadero atractivo, nuestra versión humanista y poco exigente del cristianismo no les ha convencido.
Iglesia y sociedad hemos colaborado a dejar a nuestros jóvenes sin una educación eficiente en el campo de los afectos y de las relaciones personales. En la sociedad se ha impuesto una actitud permisiva y condescendiente en todo lo referente a la sexualidad. En la Iglesia, por el mismo principio de la adaptación, mal entendido, hemos caído en el laxismo o en un silencio vergonzante que ha clarificado ni fortalecido moralmente a los jóvenes en una cuestión tan importante como ésta para la educación del sujeto en su propia libertad y en sus actitudes ante los demás.
De manera irresponsable se anima a los jóvenes a practicar el sexo con espíritu lúdico, sin hondura personal ni responsabilidad social. Esta conducta les priva de la necesaria fortaleza interior y compromete gravemente el porvenir de su futura vida familiar, con las graves y dolorosas consecuencias que se pueden seguir para sus hijos. En este punto todos tenemos que hacer una revisión sincera y adoptar sin titubeos los cambios que veamos necesarios.
Lo más peligroso que veo en la juventud actual es la prematura confianza en sí mismos. Se ven más cultos, más dueños de la situación que los adultos. Llegan fácilmente a la convicción de que no pueden confiar en los mayores ni aprender nada de ellos. Se cierran en su mundo y organizan su vida, por el día o por la noche. No faltan quienes fomentan estos sentimientos para hacerlos más influenciables y explotarlos mejor, económica o ideológicamente. Un joven que no confía en sus padres ni en sus maestros es una presa fácil para los modernos cazadores de cabezas. Ellos tienen que saber distinguir las palabras falsas de las verdaderas, los halagos interesados del amor leal y verdadero. Se juegan la vida en ello. Encontrar un buen maestro en la vida es una gran fortuna.
Confiar en un falso maestro es la peor desgracia.
Muchas más cosas se podrían decir. Sólo pretendo invitar a los responsables de la educación (padres, profesores, comentaristas, sacerdotes) a una sincera y leal revisión de lo que estamos haciendo en este campo sagrado de la educación de nuestros jóvenes. No sirve de nada prohibir, criticar, aumentar las tensiones. Hay que acercarse, escuchar, ayudar a reflexionar, ser leales con ellos, proponer ideales estimulantes y verdaderos, exigirles amablemente, presentarles unos estilos de vida que les convenzan y les impulsen a ser mejores. Jesús es el mejor modelo de educador para nosotros, y el mejor ideal de humanidad para nuestros jóvenes. Ojalá lo entendiéramos todos así.
Mons. Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo. de Pamplona, Obispo. de Tudela
www.iglesianavarra.org
Tomado de Catholic.net
Autor: Fernando Sebastián Aguilar