Por Carlos Goñi Zubieta, Doctor en Filosofía
Antes, para "desmarcarse", bastaba con llevar el pelo largo. Ahora, en cambio, muchos jóvenes y no tan jóvenes necesitan clavarse un anillo o un pendiente en la parte del cuerpo más inimaginable. Lo de colgarse un pendiente en el lóbulo de la oreja ya no "marca" lo suficiente; se han de buscar -removiendo la antropología- nuevas zonas, sólo accesibles a la última estética y a la cirugía de aficionado. No basta con rodearse la oreja con una hilera de pequeñas bisuterías, ahora se llevan "grapas" en las cejas, la cara, los labios, la lengua o el ombligo.
Dejarse taladrar el cuerpo para hacer bonito puede ser razonable, pero resulta desproporcionado; dejarse taladrar el cuerpo porque está de moda puede ser una razón irracional, pero resulta creíble; dejarse taladrar el cuerpo para llamar la atención puede ser demasiado caro, pero resulta efectivo. Yo creo que las razones que impulsan a tantos jóvenes a usar aros y pendientes están más allá de la pura estética, la moda o el llamar la atención. Generalmente utilizan estas excusas porque saben que nadie les va a entender; dicen que les gusta, que hacen lo que quieren, que se sienten mejor... y, claro, la gente no les comprende.
Buscar los motivos en otras culturas, en pueblos indígenas del Amazonas o en ritos ancestrales de nuestros antepasados, me parece descontextualizar demasiado un fenómeno actual. Sería como argüir en favor de la droga el tan socorrido ejemplo de los indios andinos; o para defender la infidelidad conyugal, acudir a las culturas polígamas. Claro que el ser humano, a lo largo de la historia, ha utilizado el adorno personal por distintos motivos y de diferentes maneras. Muchas personas se han tatuado el cuerpo o se han deformado los labios; se han afeitado la cabeza o se han colgado aros. Se trata, a mi modo de ver, de intentar entender por qué lo han de esa especial manera.
Cuando un joven se pone un pendiente ha tenido que violar, en cierto modo, las reglas del juego social y se ha tenido que someter -dependiendo de la parte del cuerpo a agujerear- a una dolorosa intervención quirúrgica. Esta acción no puede ser gratuita, no puede explicarse únicamente desde la moda o la desmesura juvenil; seguramente tiene un fundamento mucho más profundo que las heridas que dejan indelebles en la carne. Yo creo que los pendientes no se ponen, sino que "salen", crecen desde dentro, desde el inconformismo de muchos jóvenes que no tienen quiénes les escuchen. De pronto llegan a casa, abren la puerta y dicen: "Papá, me ha salido un pendiente". Quieren decir que sólo han sido capaces de expresar su rebeldía de esa manera, que no les han enseñado otra, que no pueden hablar con otras palabras. Quieren mostrar que ya no hace falta que gritéis, ni que os rasguéis las vestiduras, que ya de nada sirve preguntarles el porqué, o echarles de casa; porque los agujeros que les han salido demuestran que habéis llegado demasiado tarde.
Cuando "salen" los pendientes hay algo que queda dentro, muerto, ahogado, dormido. La rebeldía juvenil toma la forma de erupción cutánea, afloran los agujeros y emergen los brillos. Su rebeldía, ignorada y apagada, como un catarro mal curado, comienza a dejar sus secuelas. Los "mayores" no hemos hecho nada por reconducir esa radiante energía, no hemos sabido darle oportunidades para que se manifieste con armonía. La hemos ahogado a base de silencios, la hemos debilitado a fuerza de comodidades, la hemos desviado con problemas y ocupaciones. Son ellos los que se están produciendo heridas, porque saben que no se puede crecer sin cicatrices.