Todos los días leemos en los diarios y vemos en los telenoticieros, reportes sobre capturas de bandas delincuenciales o en algunos casos, la dotación de nuevos implementos para la policía, o hasta incluso, la inauguración -hecha con gran pompa- de nuevos centros penitenciarios. Sin embargo, casi nunca reflexionamos sobre si estamos atacando los males de raíz, o si sólo estamos colocando paños de agua tibia para curar una enfermedad cuyo tumor se encuentra en lo más profundo de nuestra sociedad.
La descomposición social que padecemos hoy en día no se arregla con soluciones esquivas, que sólo ven cómo remediar las consecuencias mas no buscan ir al origen mismo del problema.
Personas sumidas en el alcohol y las drogas, personas en cuyo interior existe un conflicto, que en un principio formaron parte de una familia, pero que dentro de ellas no hallaron el espacio que necesitaban y lo buscaron en el lugar menos indicado.
Conflicto al interior del corazón humano, ese es el problema de fondo que aqueja a la sociedad. Conflictos que pueden ser solucionados si se refuerza a la familia, que es la primera escuela donde las personas deben ser formadas en los principios y valores morales que regirán sus vidas.
Sin embargo, vemos cómo la familia es constantemente atacada hoy en día, atacada desde su misma composición con proyectos de ley que buscan equiparar el matrimonio con las uniones homosexuales. Atacada con leyes que en vez de fortalecerla, la debilitan al abrirle paso con mayor facilidad al divorcio. Atacada mediante leyes que atentan contra su apertura a la vida al promover el aborto, en fin, atacada de diferentes maneras y aún por aquellos que deberían velar por su integridad.
Todo esto socava los cimientos de la familia, hiriéndola de muerte porque en su interior los valores de la sociedad de consumo están reemplazando a los valores espirituales; trayendo como resultado el vacío de sus miembros y la búsqueda de soluciones en el exterior, cuando estas están dentro del corazón humano.
Este cambio de valores y sus consecuencias lo podemos constatar cada uno de nosotros dentro de sus propios hogares, en unos más que en otros. Ya no hay tiempo para comunicarse, para dialogar e intercambiar las experiencias, sueños y temores entre los miembros de una misma familia; pero sí hay tiempo para ver más televisión. Ya no hay tiempo para escuchar a los hijos o a la esposa o esposo, pero sí para aumentar la carga laboral y para salir con los amigos. Y si no hay tiempo para conversar y compartir experiencias con aquellos a quienes "vemos", ¿habrá tiempo para hablar y escuchar a Dios?
Esta falta de afecto y acogida dentro de la familia hace que sus miembros -especialmente los hijos- sientan sus necesidades básicas insatisfechas -como el amar y ser amados-, trayendo como manifestaciones de esta frustración de desamor, la violencia o la fuga de la realidad mediante el alcohol y las drogas.
Fortalecer la familia, es un camino privilegiado para sanar la sociedad, de lo contrario nos seguiremos enredando en las consecuencias antes mencionadas y nos seguiremos enfrentando sólo con medidas paliativas, creando un círculo vicioso que cada vez se estrechará más.
Fortalecer la familia es acercarla a Dios, encausarla por el camino que El diseñó para ella y para el que fue creada.