En aquel tiempo, subiendo a la barca, Jesús pasó a la otra orilla y vino a su ciudad. En esto le trajeron un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: “¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados”. Pero he aquí que algunos escribas dijeron para sí: “Éste está blasfemando”. Jesús, conociendo sus pensamientos, dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados —dice entonces al paralítico—: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa””. Él se levantó y se fue a su casa. Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres.
Comentario:
Hoy hemos oído este conocido pasaje, donde Jesús cura a este paralítico, pero no sólo eso, sino que le da mucho más, algo que inicialmente no había pedido, pero que sin saberlo era lo que más necesitaba y anhelaba: también le perdona los pecados. Jesús lo cura y lo perdona.
Porque en el fondo la parálisis es una clara figura de lo que ocurre en nosotros con el pecado. El pecado produce una especie de parálisis espiritual. El pecado si lo dejamos y va avanzando en nosotros, nos va paralizando para hacer el bien. Podríamos hacer el bien, pero resulta que ya no hay fuerza para hacerlo. Podríamos rezar, pero la voz ya no sale, las ganas han desaparecido. Podríamos compadecernos de los demás, pero el corazón se ha endurecido.
Cuando uno se deja esclavizar por el pecado, podría estar de pie, pero está espiritualmente postrado. El corazón se ha paralizado para vivir el amor y el egoísmo es lo que prima. Es la reconciliación con Dios lo que nos vuelve a poner de pie. Nos devuelve las facultades para vivir el amor y la misericordia. El contacto con Jesús es lo que saca lo mejor de nosotros mismos.
P. Juan José Paniagua