En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Más si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.
Comentario:
El día de nuestro bautismo nuestros padres llevaban una vela encendida. Porque ese día nos dieron el regalo más grande de todos, nos regalaron el don de la fe, que es la luz de nuestras vidas. De ahí en adelante, la misión del cristiano es ser luz del mundo. Es compartir con todo el mundo, esa luz que recibimos como regalo. Es compartir el don de Jesucristo. Somos la luz del mundo, pero no brillamos con luz propia. Es Cristo quien brilla en nosotros y mientras más unidos estamos al Señor, nuestra luz puede brillar con mayor intensidad.
No ocultemos ni por miedo, ni por vergüenza, ni por indiferencia nuestro don más grande, el don de la fe en Cristo: "No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte... Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos". Lo que el mundo necesita no son tanto mis genialidades, sino la luz de Cristo que brilla en mí. Si me anuncio y me pregono a mí mismo, qué poco le estoy dando al otro, porque lo que el otro necesita es a Dios. Si no les doy a mis hermanos a Cristo, estoy en deuda con mis hermanos. Seamos luz del mundo, y sal de la tierra.
P. Juan José Paniagua