En aquel tiempo, Jesús gritó y dijo: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí“.
Comentario:
Hoy nos dice el Señor: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado”. El mismo Jesús también ha sido enviado, es el enviado por el Padre. Y es que esa es la condición del cristiano: somos enviados. Nuestra vida es una misión constante. Porque Dios no nos ha llamado a la vida para que quedemos mirándonos a nosotros mismos, contemplando el propio ombligo. La vida cristiana tiene sentido cuando somos generosos, cuando salimos de nosotros mismos, cuando la vivimos en clave de misión, de salir al encuentro y al servicio de los demás. Esa es la dinámica de la fe que hemos recibido, compartirla con los demás.
Porque la fe que no se comparte y uno se la guarda sólo para sí mismo, la termina perdiendo. Pero la fe que se comparte, que se anuncia, no se pierde, sino que más bien crece. Por eso el Señor nos invita hoy a ser luz. Y somos luz no por nuestras obras maravillosas, o por nuestras ideas geniales. Sino porque somos enviados por Dios, porque no nos anunciamos a nosotros mismos, sino al Señor. Porque no brillamos con luz propia, sino con la luz de Cristo que nos ha enviado. Ahí somos verdaderamente luz, cuando somos capaces de reflejar al Señor Jesús.
P. Juan José Paniagua