Así se inició el diálogo filial que Juan Diego tuvo con Nuestra Señora de Guadalupe. A partir de entonces y hasta su muerte, el santo indígena se encargó de anunciar el milagroso encuentro, viviendo y sirviendo en la ermita recién construida, según la voluntad de Nuestra Señora de Guadalupe, a los pies del cerro del Tepeyac, y en donde fue colocada la sagrada Imagen, que fuera la prueba contundente para Mons. Juan de Jumárraga, Obispo de México en aquel entonces, creyera en aquel relato por el que infinidad de veces Juan Diego lo visitaba. Según cuenta la historia, el santo mexicano, insistía "por orden de un muchacho" que se le reveló como "la siempre virgen santa María".
El prudente obispo Zumárraga, se manifestó escéptico al relato del visitante. Pero el 12 de diciembre de 1531 había que creer o reventar. El indio se apareció nuevamente en el despacho de su Excelencia con su poncho repleto de rosas. Ya ahí la cosa cambió. Rosas milagrosas en pleno invierno que sellaron para la eternidad la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe.