Todo el bagaje simbólico y originalidad de las obras de Hildegarda encuentra su origen en la inspiración sobrenatural de sus experiencias visionarias, de ahí que la explicación de dicha enigmática fuente de conocimiento haya sido causa de interés e investigación incluso durante la vida de la abadesa.
Precisamente, una de las fuentes más importantes sobre el origen y descripción de sus visiones se encuentra en la carta con la que Hildegarda respondía a los cuestionamientos epistolares hechos en 1175 por el flamenco Guibert de Gembloux en nombre de los monjes de la abadía de Villers, acerca de la manera en que tenía sus visiones. Por estas respuestas se sabe que las visiones comenzaron desde su muy temprana infancia y que en ellas no mediaba el sueño, ni el éxtasis, ni la pérdida de los sentidos:
«No oigo estas cosas ni con los oídos corporales ni con los pensamientos de mi corazón, ni percibo nada por el encuentro de mis cinco sentidos, sino en el alma, con los ojos exteriores abiertos, de tal manera que nunca he sufrido la ausencia del éxtasis. Veo estas cosas despierta, tanto de día como de noche.'»
Hildegard al monje Guibert. Ep. CIII.
Igualmente, explica que este conocimiento sobrenatural que adquiere se da al mismo tiempo de tener la experiencia, tal como ella misma escribe: «simultáneamente veo y oigo y sé, y casi en el mismo momento aprendo lo que sé.».
Tales visiones siempre se acompañaban de manifestaciones lumínicas, de hecho, los mandatos divinos que recibía provenían de una teofanía luminosa a la que nombra «sombra de la luz viviente» (umbra viventis lucis) y es esta luz a la que nombra en la introducción del Scivias y de Liber divinorum operum como la que toma voz para ordenarle poner por escrito cuanto experimenta.
«Oh, pequeñita forma, [...] encomienda estas cosas que ves con los ojos interiores y que percibes con los oídos interiores del alma, a la escritura firme para utilidad de los hombres; para que también los hombres comprendan a su creador a través de ella y no rehúyan venerarlo con digno honor.»
Introducción al Liber operum divinorum.
Esta luz divina le mostraba las visiones que describe en sus obras y que posteriormente fueron ilustradas, las cuales han llegado hasta nosotros gracias a los manuscritos sobrevivientes, que muestran un simbolismo cuya interpretación no resulta tan obvia. Luego pasa a explicar su significado profundo y las enseñanzas derivadas de tales visiones. Ordinariamente estas visiones venían acompañadas de trastornos físicos para la abadesa como debilidad, dolor y, en algunos casos, rigidez muscular.
Lo anterior ha llevado a algunos estudiosos a buscar causas neurológicas, fisiológicas e incluso psicológicas para las visiones de esta mujer medieval, siendo una de las respuestas médicas más difundida que sufría un cuadro crónico de migraña, teoría esta última propuesta por el historiador de la medicina Charles Singer y popularizada por Oliver Sacks.
Teología
El valor teológico de las enseñanzas de Hildegarda ha sido reconocido desde antiguo por la Iglesia católica en una tradición continuada hasta nuestros días. Muestra de ello fue la inclusión de su vida y obras en el famoso compilado histórico de teólogos publicado en 1885 por Jacques Paul Migne, la Patrologia Latina, que dedica su tomo CXCVII a esta escritora. A ello se aúna su estudio y consideración modernos, de lo que es prueba su mención en declaraciones públicas y homilías de Benedicto XVI, así como su reconocimiento como Doctora de la Iglesia.
Interpretaciones modernas de sus escritos, como las que hacen Barbara Newmann o Sabina Flanagan, han puesto el énfasis en el carácter femenino de la teología hildegardiana, reivindicando un carácter de género a sus enseñanzas.
Dios
La concepción hildegardiana de Dios no es diferente de las concepciones teológicas católicas medievales, matizadas por las peculiaridades propias de sus visiones. La Trinidad, en el libro del Scivias, aparece como una luz en la que, a su vez, se diferencian una «luz serenísima» (splendidissimam lucem), que figura al Padre, una figura humana color zafiro (spphirini coloris speciem hominis), que simbolizaba al Hijo, y un «suavísimo fuego rutilante» (suavissimo rutilantem igne), como manifestación del Espíritu Santo, imágenes que conservan su diferenciación compartiendo la misma naturaleza única: «de tal modo que era una única luz en una única fuerza», «inseparable en su Divina Majestad» e «inviolable sin cambio».
Dios también se presenta como la fuente de toda fuerza, vida y fecundidad. En el Liber vite meritorum es representado como un varón (vir) precisamente porque en él radica el vigor que comunica a lo existente, no sólo a través del acto de la creación sino incluso a través de la inmanencia de su poder que sostiene al mundo, otorgando fecundidad (viriditas) a la naturaleza y al espíritu.
El hombre y el mundo
Como en la restante cultura teológica medieval, Hildegarda considera al hombre como el centro del mundo creado por Dios y partícipe de la obra redentora. Según el Liber divinorum operum, el hombre, hecho a semejanza de Dios, posee parecido con otra de las grandes obras del omnipotente: el cosmos. Esta semejanza se refleja incluso a nivel corporal, pues en el cuerpo se pueden distinguir partes aéreas, acuosas, invernales, nubosas, cálidas, etcétera. Hombre y cosmos interactúan y están ordenados conforme al plan divino. Es por ello que el cosmos puede ser leído como una lección para enseñar al hombre a amar a su creador y guardar la debida moral. Tanto uno como otro están destinados a su reintegración final a Dios, pero el hombre con su libre albedrío puede optar por rebelarse.
La calidad moral del hombre se encuentra herida desde la caída de Adán y Eva a causa del pecado, no obstante, Dios elige esa misma debilidad para otorgar la salvación por medio de su hijo Jesucristo, quien toma carne para rescatar al hombre, quien a su vez debe tender hacia Dios con sus pensamientos y actos, eligiendo las virtudes antes que los vicios.
Cristo y la Iglesia
El Verbo de Dios, hecho carne en la figura de Jesucristo, posee así la doble naturaleza divina y humana, de la misma manera que la Iglesia, los sacramentos y las virtudes poseen las realidades sobrenatural y mundana.
La abadesa del Rin comparte la visión patrística de la Iglesia como nueva Eva salida de la costilla de Cristo, custodia de la salvación en el mundo y prefigurada en la virgen María. Se opone a la Sinagoga, que representa a los enemigos de la fe y de Dios. En las visiones descritas en el Scivias, la Iglesia es figurada como una «mujer inmensa como una ciudad», coronada y vestida con resplandor, con el vientre perforado por donde entran una multitud de hombres con piel obscura que son purificados al salir por su boca.
Una imagen común en la teología cristiana no es ajena a la eclesiología de Hildegarda, la de los «esponsales de la Iglesia». La Iglesia como esposa mística contrae matrimonio con Cristo a través de su pasión: «Inundada por la sangre que manaba de su costado, fue unida a él en felices esponsales por la voluntad superior del Padre, y notablemente dotada por su carne y por su sangre» haciéndose así mediadora de los sacramentos que actualizan la vida de Cristo en el tiempo.