Brescia acababa de sufrir el triste azote de la guerra que durante veinte años desoló a Italia, y particularmente al Milanesado y al Véneto. En medio de tal desolación, Ángela aparece en verdad como el ángel de Dios. Predica a todos la conversión y reforma de vida. Su pobre celda, cerca de la iglesia de San Bernabé, puede apenas contener a los que desean verla; aquello parece una Universidad, pues entre otras gracias sobrenaturales, Ángela ha recibido el don de la ciencia infusa; habla latín sin haberlo estudiado nunca; explica los puntos más difíciles de las Sagradas Escrituras y trata los asuntos teológicos con tan grande precisión, que los más graves doctores acuden a sus consejos de vidente.
Un estudiante de la Universidad de Padua, fue a Brescia para cerciorarse de cuanto se decía de la sierva de Dios. Presentóse magníficamente vestido, con bonete encarnado de doctor, y en él la pluma vistosa y larga que imponía la moda de aquella época.
-- Estudio -le dijo- con gran deseo de llegar a ser sacerdote, y anhelo saber si es ésta, efectivamente, la voluntad de Dios.
-- Tiene usted que mejorarse mucho -le respondió ella- antes de abrazar un estado que pide sencillez y modestia, pues me parece que está muy inclinado a la vanidad.
El joven, confundido, confesó su equivocación y comenzó con denuedo la reforma de su vida.
Consiguió también Ángela reconciliar personajes de la aristocracia que hacía largo tiempo se profesaban un odio mortal; este hecho tuvo una resonancia considerable. El duque de Milán, Francisco Sforza, encantado de la sabiduría de sus consejos, la llamaba su «madre espiritual» y procuraba retenerla a su lado.
Aunque Ángela nada haya manifestado de sus tentaciones, no se puede dudar que el demonio, ante tanta santidad, redoblaría sus esfuerzos para inducirla a vanidad, valiéndose de las astucias propias del espíritu maligno. Se sabe de cierto, que un día el demonio se le presentó en forma de ángel de luz y le dirigió palabras de alabanza. Ángela advirtió el engaño; un ángel que adula, no puede ser más que un demonio. «Retírate -le dijo-, tú eres el espíritu de la mentira. No soy más que una pecadora indigna de ser visitada por los ángeles del cielo».
En el mes de mayo de 1524, Ángela emprendió con uno de sus primos, Biancosi, y un rico gentilhombre bresciano, la peregrinación a Tierra Santa; pero, al desembarcar en Candía, perdió de repente la vista. No obstante, resolvió seguir el viaje. Al llegar a la santa colina del Calvario renovó sus votos, y en la iglesia del Santo Sepulcro recibió nuevas luces acerca de su misión.
A la vuelta, como el navío hiciera escala nuevamente en Candía, Ángela fue conducida a una iglesia donde se veneraba un Santo Cristo milagroso. Púsose en oración y al momento recobró la vista. Los peregrinos siguieron su travesía con gran alegría y satisfacción, y llegaron sanos y salvos a Venecia, después de haberse salvado milagrosamente de una terrible tempestad, y haberse podido librar de la persecución de los piratas berberiscos.
Apenas desembarcaron en Venecia, la sierva de Dios fue objeto de la admiración de todas las gentes; las autoridades civiles y religiosas le ofrecieron la dirección de los hospitales. Ella lo rehusó muy agradecida y, viendo lo que hacían para retenerla, huyó en secreto y se encaminó a Brescia.
Al año siguiente fue a Roma para ganar el jubileo. Al entrar en la basílica de San Pedro encontró a un camarero del Papa, que había sido compañero suyo de viaje al regresar de Tierra Santa, el cual la presentó al Sumo Pontífice. Sabedor de las maravillas debidas a la santidad de esta humilde mujer, Clemente VII hubiera querido que fijase su residencia en Roma, para ponerla al frente de las casas de caridad; pero Ángela le dio a conocer su visión de Brudazzo y la misión que de Dios había recibido. El Papa la escuchó y bendijo la fidelidad que ponía para seguir el divino llamamiento.