Hacia el año 1487, Juan de Merici, que contaba sólo unos cuarenta años, fue atacado por una fiebre maligna que en contados días le quitó la vida. Dos años más tarde su virtuosa mujer le seguía a la tumba. Con motivo de esta repetida desgracia, las dos huérfanas buscaron quien pudiese guiarlas y dirigirlas por el buen camino emprendido, y abandonaron la población de Desenzano.
Bartolomé Biancosi, hermano de su madre, las tomó a su cargo y las llevó consigo a Salo, población situada igualmente a orillas del lago de Garda, a unos 25 kilómetros al norte de Desenzano. Era un rico comerciante y, sobre todo, un cristiano ejemplar muy respetado por sus conciudadanos. En esta mansión hospitalaria, donde todo favorecía sus deseos de perfección, fue fácil a las dos jóvenes trazarse acertado reglamento de vida, distribuyendo el día entre el trabajo y la oración, sin dejar un solo instante a la ociosidad.
Si la desgracia había aumentado el cariño entre Ángela y su hermana, haciendo que cada día sirviesen con más amor a Dios, el bienestar de su nueva existencia contrariaba sus deseos de mortificación. Enardecidas con la lectura de los Padres del desierto, determinan un día buscar en la montaña alguna cueva donde poder llevar vida eremítica. Con mucho ardor y decisión parten después de oír misa, solas, sin provisiones y sin manifestar nada a nadie. Al anochecer escogen un abrigo entre los árboles y las rocas. Su buen tío, inquieto al ver que no volvían a casa al mediodía, búscalas por todas partes, y acaba por descubrir a las dos fugitivas en el retiro donde se creían completamente aisladas del mundo.
No les dice ninguna palabra de reproche: se contenta con manifestarles los peligros a que las exponía una piedad mal entendida. Pero, lejos de combatir el atractivo de sus sobrinas por la vida silenciosa y retirada, les prepara en su propia casa una celda. En ella pudieron practicar lo que en el desierto no les hubiera sido fácil poner por obra.