Sor Verónica había sido depuesta del cargo de maestra de novicias en 1699, en virtud de las medidas tomadas por el Santo Oficio respecto a ella después de la estigmatización. Pero la comunidad pensó que nadie mejor que ella podía hacerse cargo de la formación de la noble candidata y obtuvo le fuera levantada la suspensión. Ella ha dejado descrita en su Diario la lucha interior que hubo de sostener, no sintiéndose a la altura de una misión tan delicada: ¿qué podía enseñar a una joven dotada de una cultura muy superior a la suya y con una madurez espiritual poco común? Pero se sintió confortada cuando Jesús le prometió: «Yo seré el maestro tuyo y de la novicia». También la Virgen María vino en su ayuda, dándole a entender que se trataba de un alma muy selecta: «Te recomiendo, Verónica, a mi Floridina, gozo mío y gozo de mi divino Hijo».
Cuando sor Florida se puso bajo la dirección de sor Verónica, ésta gozaba ya de gran aceptación entre las hermanas; habían quedado atrás sus penitencias rebuscadas, aquellas que ella definía ahora «locuras que me hacía hacer el amor», y también en gran parte los fenómenos externos; todo en ella se había «intronsecado», todo era más íntimo y secreto. La novicia sería muy pronto, no sólo su mejor discípula, sino su confidente y testigo de algunas de sus experiencias corporales, ello por disposición de los confesores.
No fue difícil la sintonía entre maestra y novicia, especialmente cuando sor Verónica descubrió que la joven estaba llamada a recorrer, como ella, el camino de la cruz. Le costó, sí, a la condesita hacerse al modo llano y espontáneo, quizá no siempre delicado, tradicional en las capuchinas; pero no tardó en asimilarlo, contenta de sacudirse el amaneramiento del ambiente en que había crecido. Sufría cuando se veía tratada con especiales miramientos por causa de su origen familiar. A un confesor, que le preguntó sobre su condición social, le respondió:
-- Mi padre vendía aceite.
Y no mentía: uno de los mejores ingresos de los nobles de Toscana provenía, en efecto, de la cosecha de los olivares de sus tierras.
Hubiera querido abrazar con el máximo rigor todas las observancias conventuales, de modo particular el ayuno perpetuo impuesto por la Regla; pero, después de varias pruebas, hubo de convencerse de que no era ésa la voluntad de Dios: su estómago no soportaba tal régimen, por causa de la rapidez de su digestión; por prescripción médica se veía obligada a tomar alimento varias veces al día.
Emitió la profesión el 10 de junio de 1704. Era norma que las neoprofesas continuaran en régimen de noviciado por otros dos años, si bien con velo negro y colaborando con las otras profesas en los oficios. Sor Florida pidió, por gracia, proseguir con el velo blanco, observando el silencio como lo había hecho el primer año.
De lo que fue para ella la dirección de su venerada maestra poseemos su propio testimonio en el proceso de canonización de sor Verónica: era una pedagogía exquisitamente evangélica, centrada en lo fundamental.
En 1708 sor Florida tuvo la amarga noticia de la muerte de su querido padre, el conde Curzio Cevoli, seguida a los pocos días de la de su madre, ambas repentinas. Al dolor de la pérdida se juntó la incertidumbre sobre la suerte eterna de los dos. Sólo recobró la paz cuando su santa maestra conoció por luz superior que estaban en camino de salvación y cuando, juntamente con ella, se ofreció a satisfacer por ellos las penas del purgatorio.
Discípula e hija espiritual de sor Verónica, no fue sin embargo una copia de ella. Ni por carácter ni por fe era una mujer propensa a mimetismos infantiles. Amó a su maestra, la admiró profundamente, veneró en ella la riqueza de dones superiores de que estaba adornada; fue para ella un modelo de fidelidad a Dios, pero no un patrón que reproducir; más aún, reaccionaría siempre con repulsa ante favores o fenómenos extraordinarios que pudieran colocarla a la par con la estigmatizada.