La verdadera cruz de sor Florida fue el herpes, que como se ha dicho la hizo sufrir indeciblemente en los veinte últimos años de su vida; ella lo consideraba como un don del Señor al puesto de los fenómenos místicos corporales. Las hermanas que la conocieron la describen «despellatada de la cabeza a los pies». Debía hacerse grandes esfuerzos para no rascarse; a veces decía a la hermana que la acompañaba:
-- No me deje sola, porque cuando estoy acompañada logro más fácilmente vencerme para no rascarme.
Pero lo que más la hacía sufrir era el saber que, por la fétida exudación del mal, era causa de mortificación y de asco para cuantos se le acercaban.
Ella todo lo soportaba con gran fortaleza, más aún, con verdadero gozo interior y exterior. A una religiosa que le aconsejaba que pidiera a Dios la aliviara de un mal tan atroz, le respondió:
-- ¡La voluntad, la voluntad de Dios hasta el día del juicio!
Los médicos que la atendían quedaban sorprendidos de tanta serenidad y paz, más aún, de aquel buen humor con que se había hecho a tolerar una dolencia que muchas veces lleva a la desesperación a los pacientes.
Cuando se vio liberada finalmente de la responsabilidad como abadesa, en 1764, si bien tuvo que aceptar aún el cargo de vicaria, hizo unos ejercicios espirituales como disposición para el paso a la eternidad. Desde tiempo atrás venía haciendo un retiro mensual con ese fin.
Los males volvieron con mayor gravedad. Su cuerpo era una pura llaga; no podía caminar sino apoyada en una o dos hermanas. Y, lo que es más sensible, su cerebro, a los ochenta años, mostraba las señales de la senilidad que la infantilizaba. La abadesa, de acuerdo con el confesor, encomendó el cuidado continuo de la anciana vicaria a una joven profesa, imponiéndole a ella que le obedeciera en todo. Era conmovedor verla ejecutar puntualmente cuanto le mandaba la joven, estarse junto a ella y responderle con sencillez a sus preguntas.
La Eucaristía seguía siendo el centro de su vida. No se podía resignar a verse privada de la comunión. En los últimos meses las hermanas la llevaban en una silla; se hacía llevar también a visitar al Santísimo y más de una vez la hallaron arrastrándose trabajosamente para ir al corito de la enfermería.
A los sufrimientos exteriores se unieron crueles crisis interiores. Pero fueron tempestades de breve duración: la impresión que daba a quien se le acercaba era de una profunda paz interior; su espíritu, aun en aquella situación de chochez, se hallaba absorto en el deseo del sumo Bien, aún con evidentes ímpetus de amor.
Recibió en pleno uso de sus facultades el santo Viático y la unción de los enfermos, y el 12 de junio de 1767, de madrugada, expiró plácidamente. Su rostro quedó sonrosado, con una expresión de gozo como si estuviera en éxtasis.
Sabiendo que sor Florida, de modo semejante a santa Verónica, había hablado alguna vez, en plan íntimo, de ciertos signos que tenía grabados en el corazón, el obispo autorizó el examen necroscópico, bajo la dirección del cirujano Bonzi. Se hicieron detenidas inspecciones y se pudo comprobar que, en el arranque de la arteria aorta, se distinguían unas formaciones que no tenían una explicación natural.
Apenas se esparció la noticia de la muerte de sor Florida, hubo una conmoción en la ciudad. Por tres días desfilaron toda clase de personas para venerar su cuerpo. Y comenzaron a difundirse las gracias obtenidas por intercesión de la sierva de Dios. Habían pasado sólo unos meses desde el funeral, cuando apareció en Città di Castello el padre Carlos de Padua, capuchino, con especial comisión pontificia para mover el proceso informativo diocesano en orden a la beatificación. Logró reunir buena documentación y, sobre todo, numerosas relaciones escritas por las capuchinas; pero el proceso no fue iniciado canónicamente hasta el año 1827, y procedió muy lentamente; sólo el 19 de julio de 1910 Pío X promulgó el decreto de la heroicidad de las virtudes. Todavía se ha tenido que esperar largo tiempo hasta contar con el requisito del milagro; pero también éste ha llegado, al reconocerse el carácter sobrenatural de una curación obtenida por intercesión de sor Florida, en virtud del decreto de Juan Pablo II del 13 de junio de 1992. Tras lo cual, el mismo Romano Pontífice procedió a la solemne beatificación el 16 de mayo de 1993.