Éste es aquel santísimo nombre anhelado por los
patriarcas, esperado con ansiedad, demandado con
gemidos, invocado con suspiros, requerido con
lágrimas, donado al llegar la plenitud de la gracia.
No pienses en un nombre de poder, menos en uno
de venganza, sino de salvación. Su nombre es
misericordia, es perdón. Que el nombre de Jesús
resuene en mis oídos, porque su voz es dulce y su
rostro bello.
No dudes, el nombre de Jesús es fundamento de la
fe, mediante el cual somos constituidos hijos de
Dios.
La fe de la religión católica consiste en el
conocimiento de Cristo Jesús y de su persona, que
es luz del alma, franquicia de la vida, piedra de
salvación eterna. Quien no llegó a conocerle o le
abandonó camina por la vida en tinieblas, y va a
ciegas con inminente riesgo de caer en el precipicio,
y cuanto más se apoye en la humana inteligencia,
tanto más se servirá de un lazarillo también ciego,
al pretender escalar los recónditos secretos
celestiales con sólo la sabiduría del propio
entendimiento, y no será difícil que le acontezca,
por descuidar los materiales sólidos, construir la
casa en vano, y, por olvidar la puerta de entrada,
pretenda luego entra a ella por el tejado.
No hay otro fundamento fuera de Jesús, luz y
puerta, guía de los descarriados, lumbrera de la fe
para todos los hombres, único medio para encontrar
de nuevo al Dios indulgente, y, una vez encontrado,
fiarse de él; y poseído, disfrutarle. Esta base
sostiene la Iglesia, fundamentada en el nombre de
Jesús.
El nombre de Jesús es el brillo de los predicadores,
porque de Él les viene la claridad luminosa, la
validez de su mensaje y la aceptación de su palabra
por los demás. ¿De dónde piensas que procede tanto
esplendor y que tan rápidamente se haya propagado
la fe por todo el mundo, sino por haber predicado a
Jesús? ¿Acaso no por la luz y dulzura de este
nombre, por el que Dios nos llamó y condujo a su
gloria? Con razón el Apóstol, a los elegidos y
predestinados por este nombre luminoso, les dice:
en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz
en el Señor. Caminad como hijo de la luz.
¡Oh nombre glorioso, nombre regalado, nombre
amoroso y santo! Por ti las culpas se borran, los
enemigos huyen vencidos, los enfermos sanan, los
atribulados y tentados se robustecen, y se sienten
gozosos todos. Tú eres la honra de los creyentes, tú
el maestro de los predicadores, tú la fuerza de los
que trabajan, tú el valor de los débiles. Con el fuego
de tu ardor y de tu celo se enardecen los ánimos,
crecen los deseos, se obtienen los favores, las almas
contemplativas se extasían; por ti, en definitiva,
todos los bienaventurados del cielo son
glorificados.
Haz, dulcísimo Jesús, que también nosotros
reinemos con ello por la fuerza de tu santísimo
nombre.
San Bernardino de Siena