Y será llamado el Admirable en la natividad, el Consejero en la predicación, Dios por obrar milagros, el Fuerte en la pasión, el Padre del siglo futuro en la resurrección, En efecto, al resucitar, nos dejó a nosotros, como heredad a los hijos después de sí, la segura esperanza de la resurrección. Y en la eternidad será para nosotros el Príncipe de la paz.
Dígnese concedernos esta paz el mismo Dios bendito. ¡Amén! ¡Así sea!
(Natividad del Señor)
Para hallar este gozo, nos es dado una señal, cuando el ángel añade: “Esto les servirá de señal: Hallarán un niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre” (Lc 2, 12). Aquí debemos notar dos cosas: la humildad y la pobreza. ¡Feliz el hombre que tendrá esta señal en la frente y en la mano, o sea, en la confesión y en las obras. ¿Qué significa: “Hallarán a un niño”, sino: “Hallarán la sabiduría balbuciente, la potencia débil, la majestad rebajada, lo inmenso hecho niño, el rico hecho pobre, el rey de los ángeles recostado en un establo, el alimento de los ángeles casi pasto de los animales, el ¡limitado recostado en un angosto pesebre?
Por el verbo encarnado, por el parto de la Virgen, por el nacimiento del Salvador, “sea gloria a Dios Padre en los cielos altísimos, y sea paz a los hombres de buena voluntad”.
Dígnese concedernos esta paz aquel, que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
(Natividad del Señor)
Hermanos queridísimos, imploremos humildemente la Sabiduría de Dios, que nos saque de la ruina de los vicios y nos haga resucitar a la virtud, y que la espada de su pasión atraviese nuestra alma, para que merezcamos llegar al gozo de la resurrección general.
Dígnese concedérnoslo aquel, que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
(Domingo I después de la Natividad del Señor)
Roguemos, pues, queridísimos hermanos, al Señor Jesucristo, para que envíe en medio de esta tierra de exterminio la gracia del Espíritu Santo, que quebrante la dureza de la mente, afile la lengua en la confesión y llene de mortificación los miembros del cuerpo, para que merezcamos tocar el cielo con aspiraciones celestiales.
Dígnese concedérnoslo aquel, que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!.
(Domingo I después de la Natividad del Señor)
Se circuncida el prepucio de su hijo quien, no sólo restituyendo lo mal habido y socorriendo a los demás con obras de misericordia, sino también sustrayendo a la propia boca las cosas dulces, a los ojos las cosas provocantes, a los oídos las cosas halagadoras, a las manos las cosas mórbidas y a todo el cuerpo las cosas placenteras.
El mismo Jesús, que hoy para nosotros fue circuncidado, se digne circuncidarnos también a nosotros de los vicios, para que en el día octavo de la resurrección merezcamos gozar de la doble estola.
Nos lo conceda aquel, que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
(Domingo I después de la Natividad del Señor)
Roguemos, pues, hermanos queridísimos, a Jesucristo, que, como subió a Jerusalén con sus padres, nos haga subir también a nosotros, con la práctica de las doce virtudes sobredichas, unidas a la esperanza y al temor, a la Jerusalén moral, para que podamos ofrecerle, en las tres solemnidades, la víctima viva, santa y a El agradable.
Dígnese concedérnoslo aquel, que es el Dios bendito en la Jerusalén celestial. ¡Aleluya! ¡Amén! ¡Aleluya!
(Domingo II después de la Natividad del Señor)
Lleven también ustedes, queridísimos, junto con los tres Magos, sus dones: el oro de la contrición, el incienso de la confesión y la mirra de la satisfacción, para que puedan recibir del mismo Jesucristo el don de la gloria en el cielo.
Les conceda esta gracia aquel que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
(Epifanía del Señor)
Hermanos queridísimos, humildemente imploremos a este Príncipe, para que nos conceda también a nosotros celebrar las bodas en Caná de Galilea y nos llene de agua las seis tinajas, con el fin de poder beber con El el vino del gozo eterno en las bodas de la Jerusalén celestial.
Dígnese concedérnoslo aquel, que es el Dios bendito, digno de alabanza y glorioso por los siglos eternos.
Y toda alma, esposa del Espíritu Santo, diga: “¡Amén! ¡Aleluya!”.
(Domingo I después de la octava de la Epifanía)
La naturaleza del hombre se avergüenza de no amar a aquel que nos ama y no abrazar con los brazos de la caridad a aquel que nos sirve con devoción.
Roguemos, pues, hermanos queridísimos, al Señor Jesucristo, que nos fortalezca con los sobredichos soldados, que cure al siervo paralizado y abrase con el fuego de la caridad la mente fría.
Dígnese concedérnoslo aquel, que es el Dios bendito, digno de alabanza y glorioso por los siglos.
Y toda alma, curada de la parálisis, diga: “¡Amén! ¡Aleluya!”.
(Domingo II después de la octava de la Epifanía)