Ante todo, es necesario subrayar la complementariedad entre la palabra revelación y la imagen sagrada. Lo que la palabra lleva al oído, la imagen lo lleva a los ojos y lo muestra haciéndolo accesible a la naturaleza humana. Es una idea del gran defensor de los iconos, San Juan Damasceno, el cual defendía el carácter popular de la iconografía con estas palabras:
"Lo que es la Biblia para las personas instruidas, lo es el icono para los analfabetos, y lo que es la palabra para el oído, lo es el icono para la vista".
La imagen es un sacramental de la iglesia; la Iglesia bendice la imagen para que tenga una fuerza expresiva en la gracia y la presencia que comunica. Si la imagen es auténtica, tiene que ser bella, expresiva y teológicamente exacta para que pueda representar el misterio o la imagen de una persona.
La imagen es recuerdo/memorial, lugar de encuentro de miradas y presencias, es posibilidad de contemplación, es estímulo para la imitación. Hay una relación entre palabra e imagen. Pero hay también dentro de la liturgia una relación entre Eucaristía e imagen. La imagen de cada fiesta representa lo que la Eucaristía nos ofrece. Así la imagen nos ayuda a mantener viva la gracia de la comunión eucarística que nos presenta el misterio.
El icono visibiliza el don que nos hace la Eucaristía. Porque la Eucaristía es la máxima presencia de Cristo y la expresión más alta de la comunión de los Santos. En este sentido las imágenes del templo revelan la plenitud de lo que en él se realiza por la celebración del misterio eucarístico.
Todo icono, para que pueda ser venerado por los fieles, tiene que tener tres cualidades de las que sólo la iglesia puede dar garantía:
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Verdadera, en cuanto sus rasgos tienen que corresponder exactamente a la palabra que la ilumina y que la imagen misma visibiliza.
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Milagrosa, en cuanto hace ver las maravillas de Dios, aunque a veces se trata también de una imagen que tiene la cualidad carismática de ser una fuente de gracias sobrenaturales y de manifestaciones milagrosas.
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A-cherópita, en cuanto que no tiene que responder a una obra simplemente humana, hecha por manos de hombres, sino "no hecha por mano de hombre", inspirada por Dios a través de la mediación de su palabra y la tradición de la Iglesia.