Hablamos poco de él, señal de que lo recordamos poco.
Y si lo recordamos poco es señal de que nunca le pedimos nada, y sin embargo es el más poderoso servidor que Dios ha puesto a nuestra disposición, y el no acudir a él o sea el olvidarnos de él nos priva de beneficios incalculables.
Claro está que él, por su cuenta, y aunque nosotros lo olvidemos, cumple con la misión que se le ha confiado, pero también es cierto que su actividad en servicio de nuestras almas y de nuestros cuerpos sería mucho más eficaz si por nuestra parte colaborásemos con él, le abriéramos el corazón y le pidiéramos franca y decididamente lo que creemos que nos hace falta y a su tiempo le agradeciéramos lo que haya hecho, que siempre será lo que más nos convenga y él en esto sabe más que nosotros.
Estoy hablando del ángel de la guarda. Todos los seres humanos, aún los más rebeldes y alejados de Dios, tienen a su lado su ángel, que los sirve y los conduce o quiere conducirlos por los buenos caminos y cuyos misteriosos consejos atendemos unas veces y desatendemos otras. Y hay seres humanos que los desatienden siempre, porque se dejan llevar por los consejos del diablo, que infesta los aires y rodea a los hombres buscando devorarlos, como se dice en los libros santos.
Pues bien, desde que me he puesto a pensar seriamente en lo que nos vale la ayuda de nuestro ángel, estoy tratando de conversar a menudo con el mío, encomendándole no solamente los problemas grandes, sino también los menudos, para que él busque la solución de todo.
Pero no me he contentado con tener frecuentes conversaciones, sino que le he dado alguien que lo ayude y que estoy seguro que no lo deja ni a sol ni a sombra, cuando se trata de servirme a mí o de servir a las otras personas de mi familia, que es la de él.
Voy a explicarme. El primogénito de mis hijos tendría ahora cincuenta años, pero Dios me lo quitó –bendita sea su voluntad- cuando era un ángel en la tierra, demasiado hermoso, demasiado inteligente, demasiado bueno, si es que en esto puede haber demasías.
Después de él vinieron a nuestra casa doce hermanitos más. Pero él fue el único a quien Dios eligió, cuando tenía tres años y medio, para hacerlo un angelito suyo y de la Santísima Vírgen.
¿Por qué se me arrasan los ojos pensando en esto? Bendita sea la voluntad que lo dispuso. ¿Y por qué en medio de las batallas de la vida, al acordarme de él, se me vienen a la memoria estas palabras del Cantar de los Cantares: ¨Yo soy quien ha encontrado la paz¨.
Se llamaba José Ignacio, y en la intimidad del hogar. Pepito.
Como estoy seguro de que no se ha olvidado de sus papás, que tanto lo quisieron en la tierra, yo lo he conversado y le he pedido que acompañe al ángel o a los ángeles que nos sirven y los ayude todo lo que pueda.
Y en lo que a mí respecta le he suplicado, con no menos ternura que cuando era nuestro, que al terminar cada uno de mis días, junte tres gavillas con mis acciones.
Una de espigas doradas, como el trigo en sazón, que serán mis acciones buenas, y ayúdeme él y ayúdeme el ángel de la guarda para que esta gavilla no sea demasiado flaca.
La segunda será de flores rojas, como las amapolas que también nacen en los trigales, y serán los beneficios y junto con ellos las tribulaciones, pruebas, tentaciones de todo el día, recibidos unos de donde vienen los dones del cielo, y permitidos los otros por Dios para ensayar mi fé.
La tercera de espinas, como las que nacen a las orillas de los sembrados, y son realmente las culpas que no he sido capaz de evitar.
Que todo esto, mi obra de un día, forme un solo haz, que lo abarquen los brazos de nuestro Pepito y se lo entreguen al ángel, para que él lo lleve en un vuelo a los altares de Dios en el cielo y allí lo queme a la manera de un incienso y de una acción de gracias.
Pues hay que agradecerlo todo, lo bueno y lo malo, que nos viene de lo alto, porque tal vez lo que creemos malo es decir la tribulación, la prueba, la tentación, sea mejor que lo que creemos bueno, es decir la dicha, la fortuna, la ciencia humana.
Y hay que agradecer también las espinas, que son las culpas, pues si Pepito las ha tomado en sus brazos angelicales sin lastimarse, es porque el arrepentimiento las ha convertido en flores de contrición, que adornan las puertas del cielo, cuando entra un hijo pródigo.
Mi ángel guardián recibe ese haz formado por tres gavillas, que Pepito le entrega, y yo puedo concluida mi jornada, ponerme a dormir sintiendo el humo perfumado de mis trabajos.
He aquí que tengo a mi vera constantemente, no un ángel que me cuida y me sirve, sino dos, uno que se parece a mí y que tendría cincuenta años si viviera, y es el hijito que Dios nos llevó cuando tenía poco más de tres, y otro mayor, creado al comienzo de todas las cosas de, y que probablemente dio a las órdenes del arcángel San Miguel la primera batalla de los mundos y contribuyó, con la espada que ahora me defiende, a la primera derrota del diablo.
Hugo Wast.
AUTOBIOGRAFIA DEL HIJITO QUE NO NACIÓ.
Buenos Aires, 1962.