La historia de la comprensión filosófica de la maternidad humana manifiesta el paso decisivo de un umbral por parte del Doctor sutil, el bienaventurado Juan Duns Scot, al precisar el pensamiento de San Buenaventura.
Antes, santo Tomás de Aquino, excesivamente tributario de Aristóteles en este asunto, no admitía más que un rol puramente pasivo de la madre en la generación animal y humana, en singular contraste con el rol activo que reconocía a María en la economía de la salvación. La madre (mater) es colocada al costado de la materia y, por tanto, de la potencia; toda la actividad está reservada al padre.
Es sobre este panorama que interviene la “revolución copernicana” del pensamiento scotista: para el doctor franciscano, “la madre es causa activa y no solamente pasiva del niño como dos causas parciales en la que una -el padre- es más perfecta que la otra; así el padre, agente principal de la generación, excita a la madre a engendrar como el sol excita al fuego”.
Scot ve un signo de este rol activo de la madre en el hecho de que la madre ama a su hijo más de lo que lo ama su padre, y encuentra una prueba en la pregunta de la Virgen en Luc 1, 34: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?”.
Este rol activo de la madre en la generación es visto, sin embargo, en dependencia del rol más activo todavía del padre. La madre es a la vez activa y pasiva; el padre, como tal, únicamente activo.
Por esta razón - está permitido pensarlo- el Revelador no se ha presentado en la escritura como Madre, Hija y Espíritu, sino como Padre que engendra sin ninguna pasividad a su Hijo único; igualmente, por esta razón éste no tiene un padre terrestre sino una Madre según la carne, causa dependiente e instrumental de su vida humana y terrestre.
En efecto, el análisis genial de la maternidad en Scot es una contribución a la mariología tan decisiva, tal vez, como su doctrina de la inmaculada concepción por modo de redención preservadora; esta visión de la maternidad reúne perfectamente, a la vez, el sentido común y el de las Escrituras, haciendo eco de la comprensión espontánea del misterio de la generación humana en el seno de todas las generaciones humanas. Resumiendo y sintetizando el uso de la palabra madre en las Escrituras, H. Lesêtre observaba en 1908: “por asimilación, se da el nombre de madre a lo que es una causa.”; igualmente, en 1979, P. Daubercies recogía así el sentido simbólico de la palabra madre en la Biblia: “origen, causa, fuente, realidad de la que se saca la existencia o subsistencia”.
En este contexto, es importante subrayar que las Escrituras manifiestan el alcance de la maternidad de María para toda la humanidad: Jesús se sirve de una experiencia universal constatando que “la mujer cuando ya ha dado a luz al niño, no se acuerda más de los dolores, por la alegría de que ha nacido al mundo un hombre” (Jn 16, 21). Como dice J. Lagrange, “la mujer se alegra de haber dado un hombre a la sociedad; es su contribución al bien general”. La maternidad constituye una relación entre la madre y la humanidad entera: si, en su esencia, ella manifiesta una dependencia causal y activa, es también esencialmente un servicio a la humanidad entera.
Mejor aún: desde el libro del Génesis, la Biblia ve en la maternidad una “una participación en la obra creadora” exaltando de manera sublime y trascendente su aspecto de causalidad. Es lo que emerge de la declaración triunfante de Eva, figura de María: “he alcanzado de Yavé un varón” (Gén 4,1; cf. 4,25).
Se ve así como la Escritura, haciendo suya la experiencia universal del género humano, en su visión de una maternidad activa, nos prepara a comprender mejor la enseñanza precisa de Cristo crucificado sobre la divina y activa maternidad espiritual de María, relación con la humanidad entera, contribución suprema al bien del género humano.
Traducido del francés por: José Gálvez Krüger
Director de la Revista Humanidades Studia Limensia