8.1. Adopción de una única versión bíblica.
La segunda destrucción del Templo de Jerusalén [37] por las Legiones romanas en el año 70 de la era cristiana trajo consigo cambios radicales para la historia social y religiosa de Israel. Mientras los refugiados judíos abandonaban la desbastada ciudad de David, las autoridades religiosas rabínicas establecieron una realidad cultual nueva, centrada en la Palabra recogida en la Biblia y la sinagoga, en reemplazo de los sacrificios en el Templo. A partir de aquel momento de prueba, la corriente exegética [38] que predominó en el judaísmo fue la postulada por el Fariseísmo, una de las principales sectas hebreas, surgidas en los pasados doscientos años.
Conjuntamente con su interpretación bíblica los rabinos fariseos impusieron aquellos textos de la Sagrada Escritura empleados por su “escuela”. Estas versiones de la Biblia reemplazaron la pluralidad de textos que había existido anteriormente.
Los manuscritos hallados en la comunidad de Qumrán reflejan la diversidad de documentos hebreos antiguos (paleo-hebreos [39]) al alcance de los fieles judíos con anterioridad a la conflagración del año 70 D. de C. Los manuscritos contenidos en la biblioteca de la comunidad Esenia, la “secta” que construyó y habitó Qumrán, aportó luces fundamentales para comprender el judaísmo antiguo. Al tomar contacto con manuscritos bíblicos anteriores en un milenio a los conocidos, los investigadores comprobaron que no se podía hablar de una “tradición judía unificada”.
Más bien, como destacó el eminente semitista W.F. Albright, había que referirse a distintas “familias” textuales, originadas en diversas localidades geográficas donde florecieron comunidades judías [40]. A estos manuscritos deben añadirse las Escrituras empleadas desde épocas muy remotas por la secta de los Samaritanos, el “Pentateuco Samaritano” [41], y la Biblia de los judíos de habla griega, la “Septuaginta”.
La traumática conclusión del culto sacrificial en el Templo de Jerusalén, destruido en el año 70 por los romanos, trajo consecuencias determinantes y duraderas para el Judaísmo. Las sectas hebreas, salvo la Farisea, se desvanecieron de la historia de Israel. Los líderes religiosos fariseos configuraron el judaísmo según la teología y las prácticas cultuales que les fueron propias.
El desplazamiento de las versiones de las Escrituras Sagradas que no eran aceptadas por los escribas fariseos, constituyó otra de las etapas fundamentales del cambio acaecido en la religión hebrea. Esta tendencia hacia la “unificación unilateral” estaba ya presente entre los Fariseos.
Hillel (c. 60 A. de C.- 20 D. de C.), un “escriba” o sóferim, establecido en Jerusalén a finales del siglo I A. de C., fue su principal proponente. Se puede considerar a los “soferim” como los predecesores de los “masoretas”. A su vez los soferim son los herederos de los “Escribas” que copiaron los rollos bíblicos en la época del exilio y el postexilio. Durante quinientos años los soferim fueron colocando las bases para la futura vocalización y el establecimiento de una “interpretación autorizada” rabínica. Correspondió a la escuela de Hillel iniciar el proceso para “oficializar”, en el seno del judaísmo, un grupo de textos de la Biblia hebrea empleados en su nativa Babilonia.
Tras la derrota hebrea en la “Primera Guerra Judía” (66-72 D. de C.) y la consecuente ocupación y vasallaje de Palestina por las legiones de Vespaciano y Tito, el Fariseísmo se instituyó en “judaísmo rector”. Contribuyó su prestigio popular y su organización socio-religiosa. Los escribas y rabinos fariseos se inclinaron por la tradición textual difundida durante siglos entre los judíos establecidos en Mesopotamia.
Como explica F.M. Cross, “los eruditos rabínicos y los escribas no procedieron a una revisión integral (de textos bíblicos conocidos), ni a enmiendas, ni a procedimientos recensionales eclécticos, ni a combinaciones. Ellos seleccionaron una sola tradición textual, que puede ser llamada “Proto-Masorética” (anterior a los textos masoréticos); un texto que ya llevaba existiendo homogéneamente algún tiempo” [42].
A partir de aquel momento existió una fuerte tendencia entre los rabinos y escribas paro no permitir que se reprodujesen otros textos, salvo los “Proto-Masoréticos”. En este sentido opina Julio Trebollé: (las) “otras líneas de tradición textual (de las Escrituras Hebreas)... fueron borradas a finales del siglo I D. de C. y comienzos del siglo siguiente”. Tan sólo quedaron reflejos de estos textos, conservados en los “LXX”, el “Pentateuco Samaritano” y en citas de escritos apócrifos o del Nuevo Testamento [43]. Los textos bíblicos hallados en las cuevas de Murabba’at, pertenecientes a la época de la rebelión judía de Bar Kokhba (años 132-35 de la era cristiana) confirman esta tendencia de unificación en torno a los “Proto-Masoréticos” y el esfuerzo para difundirlos.
El término “masoretas” puede traducirse literalmente por el de “transmisores”. A partir del siglo VI los “masoretas” toman el lugar de los “sóferim”, los antiguos Escribas, a cuyo cargo estuvo el cuidado y transmisión del texto bíblico. Además de la labor de copiado, los masoretas introdujeron un aparato textual a cuya luz se interpretó la Sagrada Escritura. Los eruditos hebreos se dedicaron a incorporar y unificar las tradiciones de puntuación, vocalización, acentuación y división de los textos en hebreo, hasta ese momento de estructura consonántica.
Existieron tres “tradiciones” o “escuelas” de masoretas: una en Babilonia, otra en Palestina y otra en Tiberiades (Galilea). Con el pasar de los siglos fue imponiendose la “tradición tiberiense”. En Tiberiades convivieron a su vez dos “corrientes”, la de la familia de los Ben Aser, y la de los Ben Neftalí. Cada una representaba ciertos rasgos propios.
Pese a la campaña en la dirección de un texto único, subsistieron otras tradiciones textuales de la Biblia hebrea, aunque su impacto no fue tan significativo. La actividad de las “Escuelas Masoréticas” comenzó solamente a partir de los siglos V y VI de la era cristiana. La sola existencia de diversas “escuelas” de masoretas evidencia que, ya avanzado el primer milenio, no se podía hablar de “un único texto establecido de la Biblia (hebrea)” [44].
La adopción de una “familia textual” -en este caso la babilónica-, en época de Hillel y sus sucesores inmediatos en el siglo I D. de C., permitió que las escuelas rabínicas fariseas difundiesen una creencia que no parecería reflejar la realidad de la historia textual: que para el siglo I de la era cristiana ya existía un texto oficial de la Biblia hebrea, una “Hebraica veritas” junto a otros textos menos favorecidos y que estaban caminando a la extinción. Esta versión fue alentada por afirmaciones de fariseos prominentes, como el historiador judío Flavio Josefo, que escribió a finales de aquel siglo:
“Hemos dado pruebas prácticas de nuestra reverencia por la Escritura. A pesar de haber transcurrido largos años, nadie se ha aventurado a añadir o remover, o alterar alguna sílaba; es un instinto en cada judío, desde el día de su nacimiento, a considerar las Escrituras como decreto de Dios, a vivir por ellas, y si es necesario, a morir con alegría por ellas” [45].
Flavio Josefo consideraba la versión de la Biblia hebrea difundida en su tiempo como un texto inmutable, nunca alterado en lo accidental o substancial por acción de los escribas y los sabios. Los escritos bíblicos y las recensiones [46] que dieron origen a los textos masoréticos se habrían originado de este “texto único”. Los descubrimientos en Qumrán, a partir de 1947 y la crítica literaria moderna de la Biblia, muestran que esta posición es insostenible.
La historia del texto de la Biblia hebrea constituye una senda de unificación y depuración de diversas tradiciones anteriores, en un intento de preservar la narración recibida. A esta empresa se deben añadir los difíciles factores idiológico-religiosos e históricos que rodearon el devenir del judaísmo entre los siglos V A. de C. y III D. de C. No debe descontarse que los Escribas hayan introducido matices y “cambios voluntarios” con el fin de conformar el texto a sus ideas o las de su escuela exegética [47]. Sin duda éstos ejercieron influencia decisiva cuando se adoptó una “familia” determinada de escritos - las evidencias textuales indican que fue la “Babilónica”- para la lectura de los fieles judíos [48].
El biblista José Salguero sostienen que en el “segundo período de la historia del texto hebreo del Antiguo Testamento (s. I D de C. a V D. de C.) se caracteriza por la fijación definitiva del texto (consonántico). Se elige una recensión y se eliminan las variantes, quedando así fijado un texto uniforme que prevalece sobre los demás y se propaga rápidamente. Ello fue obra de los ‘sóferim’ o escribas, y será perfeccionado por los masoretas” [49].
¿Qué impulsó a la secta judía de los “fariseos” a avanzar en la dirección de un “texto único”? ¿Por qué la opinión de “Hillel el Sabio” y su escuela de Escribas tuvieron un peso tan decisorio en la “fijación” del texto “Proto-Masorético”? Para responder a estas interrogantes es necesario adentrarse en la historia y la cosmovisión de los Fariseos, así como la de los Escribas.
La naciente Cristiandad y sus complejas relaciones con el judaísmo fueron un factor decisivo, aunque relativamente tardío, en la determinación de los textos de la Biblia hebrea. En repetidas oportunidades el Señor Jesús criticó ásperamente a los escribas y fariseos por haber relativizado los mandamientos de Dios (ver por ejemplo Mt 15, 3). En seis oportunidades los calificó de “hipócritas”, porque descuidaron aspectos esenciales de la Ley (Mt 23, 13-33). En el mismo capítulo los denunció como “guías ciegos” de su pueblo (16). Estos reproches del Señor no se hicieron extensivos a todo escriba y fariseo. Un número importante buscó sinceramente la verdad. Está el caso de aquel escriba que deseaba seguir al Señor “a cualquier sitio” (Mt 8, 19). ¿No se trataría acaso del mismo al que San Marcos describió interrogando al Señor sobre “el primero de todos los mandamientos”? (Mc 12, 28, ss.) Luego de penetrar en su corazón, el Señor Jesús le respondió: “No estás lejos del Reino de Dios”.
Las autoridades del Sanedrín [50] y sus sucesores, el “Consejo de Rabinos”, rechazaron que el Señor Jesús se proclamase “Mesías” y que postulase una interpretación de la Ley de Moisés que no estuviera en consonancia con la establecida “oficialmente” por los Escribas. Como el Hijo de Dios, venido para revelar al Padre, el Señor ejercía una autoridad única en la interpretación de la Torah. Era verdadero “Maestro” (Mt 7, 29), el “Ungido”, (Mashiah), el Hijo de David escatológico y salvador. La controversia del Señor Jesús con los Escribas se trasladó posteriormente a la Iglesia y la sinagoga. Por esta razón los rabinos “levantaron una cerca” [51] alrededor de la Torah, desestimando la lectura de la “Septuaginta”, la versión en griego de la Escritura adoptada por la Iglesia.
8.2. Los Fariseos: el “partido popular”.
El nombre “fariseo” viene del hebreo tardío “parus” o “perushim”. Hay un equivalente en la palabra griega “pharisa’os” y del arameo “p’ras”, que quiere decir “separado”. De acuerdo a interpretaciones tempranas, “fariseo” significó “examinador”, “intérprete” (de las Sagradas Escrituras). En la literatura rabínica dicho verbo quería decir “separarse”.
El historiador Emil Schürer describe a los Fariseos como “aquellos que, de manera seria y consistente, se esforzaban por cumplir en la práctica el ideal de vida legal plasmado por los Escribas (...) la Ley, en la maduración de complejidad que le fue otorgada por las labores de los Escribas en el transcurso de los siglos, fue la base de sus esfuerzos. Cumplir esta meta constituyó principio y fin de sus empeños” [52].
En el contexto rabínico [53] el nombre parece describir un grupo “puritano” que, de acuerdo a sus interpretaciones de la Ley, guardaba e impulsaba celosamente la pureza ritual. Entre los judíos en la época del Señor Jesús, “pertenecer a los fariseos” solía interpretarse como “uno que se separaba”, particularmente de la gente sencilla que se negaba a observar meticulosamente la Ley. Esta separación también parece haber ocurrido con los que “observaban” la Ley, pero lo hacían de una manera distinta a los preceptos Fariseos. En este orden estaban los Esenios y posiblemente aquellos primeros discípulos de Jesús.
Es errado asumir que el Fariseo era el “disidente” o “separatista”. En ocasiones “parus” podía simbolizar “disidente”, pero no se refería a la secta Farisea particularmente. Sorprende el grado de “helenización” que asumieron los fariseos. Algunos consideraron que ciertos aspectos de la cultura helénica no contradecían los preceptos de la Torah, -que para ellos comprendía la Ley “escrita”, y la Ley “oral”-.
Esta adecuación se hace más notable en el pasaje narrado por San Lucas (7, 36-50), cuando Simón el Fariseo niega al Señor Jesús la hospitalidad tradicional judía, ejemplificada por el lavatorio de los pies, al trasponer el visitante el umbral de la casa. Antes bien, Simón invitó a los asistentes a tomar los alimentos a la manera grecorromana, reclinados alrededor de la mesa. Aparentemente ciertas concesiones a las costumbres helenizadas no contradecían la interpretación farisea de la Ley [54].
Tanto en el Nuevo Testamento, como en Flavio Josefo y la literatura rabínica, los fariseos fueron mostrados como lo opuesto a una secta marginada de las mayorías judías. Constituyeron un partido popular, muy arraigado en la sociedad hebrea, tanto de Palestina como de la Diáspora. Mantenían una organización y estructuras bien definidas. “Estos -escribió Flavio Josefo- ejercen un gran poder sobre las multitudes, que cuando dicen algo contra el rey o el sumo sacerdote, es puntualmente aceptado” [55].
La doctrina de los fariseos estaba centrada en un concepto trascendente de la pureza ritual con la cual nos familiarizan pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento. El concepto básico de fariseo no era el de “separado” o “apartado” del resto de la gente. Se separaban de lo “poluto”, de lo que consideraban como “impureza” y “abominación” por influencias foráneas a la Torah presente en la tierra de Israel y en el resto de naciones. En este sentido puede comprenderse a los fariseos como los modernos “puritanos”.
Esta creencia de los “puros” - los que eran especialmente exactos y puntillosos en la interpretación y la observancia de la Ley, hasta el punto de ser “rígidamente legalistas” [56]- halló expresión en la disciplina ritual extraída de la Torah y aplicada rigurosamente al pueblo, junto a políticas sociales tendientes a concretizar las exigencias de la Alianza. Dios había revelado normas de pureza a través de la Escritura, la tradición y la sabiduría de los Escribas. Correspondía a los “maestros de la Ley” -en su mayoría fariseos- interpretarlas y cuidar su aplicación.
Los fariseos se entregaron a difundir la Revelación como fue entendida por los Escribas, haciéndola aplicable a la sociedad para que cada judío pudiese alcanzar el ideal de Pueblo de la Alianza. Los Escribas fariseos se especializaron en interpretar los preceptos de la Ley, aplicando de manera escrupulosa sus criterios, tal como creían entender que mandaba el Pentateuco, restaurado por Esdras y Nehemías en Israel tras el destierro babilónico.
8.3. La autoridad de los Escribas.
Los Escribas fueron los “Maestros de la Ley”. La fuente de su influencia residía en el conocimiento de la Torah [57]. Esta erudición les significó una inmensa autoridad ante el pueblo y las autoridades. La “corporación de Escribas” estaba abierta a todos los ámbitos sociales del judaísmo. Escribas fueron personajes de origen aristocrático como Ananías, el “capitán” de la guardia del Templo; Saulo un judío de Tarso, fabricante de tiendas; un comerciante como Johanan ben Zakkai; y un obrero asalariado como Hillel.
El origen de los Escribas como grupo selecto de estudiosos de la Sagrada Escritura y la “Ley oral” debe ubicarse en el segundo exilio -tanto de Babilonia como de Egipto-. En el año 587 A. de C. el reino de Judá, con Jerusalén, fue destruido por el rey babilónico Nabucodonozor. La acción del monarca fue un acto de venganza por la rebelión de los judíos contra la dominación asirio-babilónica establecida durante la “primera” conquista del año 597 A.de C., cuando se deportó a Mesopotamia un número importante de los dirigentes, junto a los mejores artesanos del país.
Sedecías, gobernante de Judá, estableció una desastrosa alianza con los egipcios, enemigos acérrimos de los babilonios (Jr 41, 10; Ez 21, 23 ss.). La represalia de Nabucodonozor fue inmediata. En el año 588 puso sitio a la ciudad. El esperado socorro egipcio nunca llegó. En julio del año 587 los Caldeos y Babilonios lograron abrir una brecha en la muralla, minando la moral de la resistencia. Sedecías intentó escapar, pero fue capturado.
Temiendo nuevos brotes de resistencia y conociendo que el templo era el centro del nacionalismo hebreo, Nabucodonozor mandó a su general Nabuzaradán para que incendie el Templo. El tesoro fue saqueado y los sacerdotes principales ejecutados. Los babilonios capturaron y deportaron a un numeroso grupo de dirigentes. Con la dominación babilónica dejó de existir el reino de Judá. Aparte de los judíos conducidos a Babilonia por la fuerza, un gran número abandonó Judá en busca de seguridad. Muchos se encaminaron a Egipto (Jr 42), distribuyéndose por todo el país. Los egipcios establecieron una guarnición de “judíos” en Elefantina, Etiopía, cerca de la primera catarata del Nilo [58].
Para el pueblo judío fue importantísimo saber cómo poner en práctica los preceptos de la Ley durante la estancia forzada en tierras extranjeras. El reto de la enseñanza de la Torah fue asumido por personas piadosas y sabias, que se abocaron a “elaborar” una tradición legal.
A partir del siglo I D. de C. esta normativa compartió junto a la sinagoga el dominó del judaísmo. “Sinagoga” venía del nombre griego “synagogé” y del hebreo “bet-knesset”. La sinagoga era un lugar de reunión y enseñanza de la Sagrada Escritura, particularmente el día sábado. Flavio Josefo relataba que,
“todas las semanas los hombres dejaban un momento sus ocupaciones para reunirse a escuchar la Ley y para obtener certero conocimiento de élla” (Antigüedades, 2, 175). Los Escribas instaban a la gente a que escaparan de la ignorancia de la Ley. En este sentido enseñaba Filón: “El legislador Moisés decretó que los judíos se instruyan en las Leyes ancestrales; que se reúnan en el día séptimo para escuchar la lectura de la Ley, para que no haya ningún ignorante” (Hypotetica, 7, 10-12).
Henri Cazelles cree encontrar el origen de la liturgia sinagogal en las reuniones que celebraban el sábado, “a orillas de los ríos de Babilonia” (Sal 137, 1) [59].
Los primeros “ejemplos” de Escribas notables fueron aportados por personajes de la historia de Israel como Baruc, “amanuense” de Jeremías [60], y Esdras, quien reintrodujo en Judá la práctica de Ley mosaica [61]. De Esdras se dice que “era escriba diligente en la Ley de Moisés” (Esr 7, 6). Atajerjes, rey de los persas, fue gran admirador suyo. Permitió a Esdras restablecer el culto del templo de Jerusalén: “Esdras, sacerdote, escriba entendido en las palabras y preceptos del Señor y en las ceremonias que dio a Israel (...) muy docto en la Ley del Dios del cielo” (Esr 7, 11-12).
El libro del Sirácida, especialmente el capítulo 39, ofrece un “programa” en forma de máximas” para el escriba estudioso:
“El sabio indagará la sabiduría de todos los antiguos, estudiará en los profetas. Contemplará atentamente lo que dijeron los hombres ilustres, asimismo penetrará en las sutilezas de las parábolas” (39, 1-2).
El estudioso, Padre R. de Vaux, asoció el origen de los Escribas a los Levitas, empleados desde antaño como “escribanos”, “sóferim” -que viene de la raíz acádica “str”, escribir”-. Actuaban también como “asesores adjuntos de los jueces”. Fuera del culto, estos Levitas tenían una función de enseñanza. Josafat les encomendó la instrucción de la Torah en Judá, donde acudían “provistos del libro de la Ley de Yahveh” [62]. Los Levitas, “sóferim”, eran “los que aportaban la inteligencia”, el conocimiento de las cosas de Dios [63].
En el período Helenista (c. 332 A de C.- 64 A. de C.) fue ocurriendo un cambio substancial en la corporación de los Escribas. Pasaron de una condición “carismática” [64], donde destacaba el papel fundamental de Dios como “dador” del espíritu de inteligencia, a una posición eminentemente “profesional”. Fue precisamente este “estilo”, caracterizado como un apego a la “letra de la Ley”, la actitud que el Señor Jesús criticó ásperamente en ciertos Escribas [65].
Durante los períodos Asmoneo (o Macabeo) y Romano los Escribas conformaron una corporación reverenciada, dedicada a la instrucción de estudiantes en la Escritura y en la tradición oral de los maestros anteriores. Entre sus funciones más importantes estaba la de aconsejar judicialmente al Sanedrín, especialmente en los aspectos intrincados de la interpretación de la Torah [66].
No hubo mayor honra en el Israel post-exílico que estudiar la Ley, meditarla, enseñarla y aplicarla en las situaciones de la vida diaria. El Antiguo Testamento ofrece un testimonio fundamental con la literatura sapiencial. Escribas como Tobías y Ben Sirá se entregaron a la enseñanza de los preceptos prácticos y piadosos de la Ley. El “sabio” era quien temía a Dios y guardaba sus normas (Esd. 7, 25; Sal 19, 7-14; 119).
La educación del escriba comenzaba desde tierna edad. Flavio Josefo, quien se educó como escriba, afirmaba que para los catorce años ya dominaba la interpretación de la Ley [67]. Aquel que postulaba a la “corporación” debía estudiar varios años, culminando con la “sanción” legal o “autoridad reconocida” por la comunidad de fieles para enseñar. La instrucción era casuística. Implicaba la memorización de las Sagradas Escrituras y las sentencias de los “sóferim”, los Escribas anteriores. Se impartía mediante el contacto personal con el maestro.
El pupilo (“talmid”) aprendía el método llamado “haláquico” [68], buscando mostrar competencia para legislar sobre cuestiones religiosas y penales en el contexto de la Ley. Se entendía que la formación culminaba a los cuarenta años, cuando el discípulo alcanzaba la edad reglamentaria para el reconocimiento legal como escriba.
Esta “sanción” significaba el ingreso a la “orden” de los Escribas. La corporación podía estar compuesta por judíos procedentes de la nobleza, del sacerdocio, e incluso de la secta Saducea. Pero el grupo más nutrido estuvo conformado por Fariseos de toda condición social. Para la época del Señor Jesús, la totalidad de los Fariseos en el Sanedrín eran Escribas.
Joaquín Jeremías los describe como una “clase ascendente”[69], de enorme prestigio político y social, incluso con mayor autoridad que el “sacerdocio” tradicional. El prestigio del Sumo Sacerdote, cabeza del Sanedrín, había sufrido notablemente desde la conquista helénica. Las autoridades tolomeas, seleúcidas, asmoneas, herodianas y romanas convirtieron en práctica común nombrar y destituir a los sacerdotes del Templo de acuerdo a intereses políticos y económicos.
Al disminuir el prestigio de los sacerdotes, el pueblo comenzó a recurrir a quienes tenían por más cercanos y detentaban sabiduría en la Ley. Entre las funciones y responsabilidades fijadas a los Escribas, estaba la administración de los tribunales de infracciones menores y de la enseñanza en las sinagogas.
La manera correcta de denominar a un escriba fue “rabí” (“mi señor”). Otras personas ajenas al ciclo de formación farisea podían recibir dicho apelativo porque mostraban autoridad sobre la Escritura. Este fue el caso del Señor Jesús. Esta situación fue cambiando en el transcurso del siglo I D. de C. Para esta época solamente podía detentar el título de “rabí” o “rabino” aquella persona que culminaba los estudios y recibía la ordenanza de ejercer dicho ministerio. Los Escribas más notables comenzaron a emplear vestimentas especiales, anteriormente reservadas a la nobleza. Para la época del Señor el poder real del Sanedrín estaba en manos de los Fariseos. Los “sumos sacerdotes” de la familia “Ananita”, de origen saduceo, buscaron la alianza con los Fariseos.
El Sanedrín cumplía la función de “corte superior de justicia”. Sus dictámenes se basaban en el dominio de la exégesis escriturística, en la que destacaban los Escribas fariseos. Junto a esta presencia en la “corte” judía, los Escribas escalaron importantes posiciones en la administración del “estado sacerdotal” judío. La Escritura ha guardado nombres de fariseos notables como Nicodemo y Gamaliel I. Por otras fuentes conocemos a Shemaiah, Simeón, hijo de Gamaliel I y Johanan ben Zakkai.
Correspondía a Escribas reconocidos legislar y “transmitir” la tradición derivada de la interpretación de la Torah. A partir del año 70 de la era cristiana la exégesis y la legislación se realizó de acuerdo a la cosmovición teológica y cultual de los rabinos y escribas fariseos.
Esta etapa coincide con la transformación del concepto de “escriba” al de “hakamim”, “hombre sabio”, y, de manera más popular, “rabino”. La masa de judíos piadosos guardaba en gran estima la opinión de estos “rabinos”. Sus sentencias fueron vistas como “iguales”, e incluso “superiores” a la propia Torah. Para los judíos de Palestina y la diáspora, las decisiones y opiniones de los rabinos tenían el poder de “atar” y “desatar” en cuestiones de la Ley [70].
La razón principal del reconocimiento y veneración de los Escribas y rabinos debe buscarse también en su condición de “guardianes de conocimientos secretos”, herederos de una tradición esotérica. Por ejemplo, existían reglas estrictas para la exposición de ciertos pasajes de la Escritura. “La historia de la creación no debe ser expuesta ante dos personas, ni el capítulo de Carro de Fuego ante uno, a no ser que sea un sabio que domina plenamente estos conocimientos”, rezaba una de sus “reglas” [71]. Ellos creían que contenían los secretos más profundos del Ser Divino.
Entre los siglos I antes de la era cristiana y I después de la era cristiana, la tradición oral depositada en la “Halaka”, la “legislación” inscrita en el texto bíblico, se transformó en dominio de este “esoterismo”, donde solamente tenían acceso los Escribas “iniciados”.
La enseñanza en sinagogas y academias no podía ser propagada por la palabra escrita, porque se trataba del “secreto de Dios”. Solamente podía transmitirse oralmente, de maestro a alumno. Alfred Edersheim expone cómo deleitaba a la mente del judío oriental escribir enigmáticamente, esto es, cubriendo con un manto tenue ciertas expresiones que solamente eran familiares para los iniciados. Los textos de los Escribas estaban llenos de palabras misteriosas, marcadas solamente con iniciales [72].
Los investigadores de Qumrán encontraron dificultades complejas cuando debieron enfrentarse al estudio de ciertos comentarios a los libros de los Profetas y a los Salmos. Los autores Esenios de estos textos o “pesharim”, consideraban al Libro Sagrado como poseedor de un misterio que debía permanecer oculto, salvo aquellos iniciados de la secta. Solamente ciertos “pesharim” accedían al líder sectario, llamado “Maestro de Justicia” [73].
A partir del siglo II de la era cristiana los rabinos cambiaron esta aproximación. Su acción hizo más accesible la “Torah escrita” (“texto Proto-Masorético”). Su fin fue contrarrestar los textos bíblicos empleados por los cristianos, particularmente la “Septuaginta”. De esta manera existió la tendencia de despojar a la Escritura del carácter esotérico. Incluso, en la etapa “rabínica”, la Escritura no fue completamente abordable por las masas judías. La Biblia estaba escrita en hebreo, lenguaje considerado “sagrado” cuando las lenguas de uso común eran el arameo y el griego.
Sorprende, por ejemplo, que entre los textos escriturísticos hallados en las grutas de Murabba’at y Nahal Hever, pertenecientes al período de 132-135 de la era cristiana se hubiesen encontrado fragmentos del texto hebreo de los Profetas Menores (Joel y Zacarías). Mientras que en la vecina Hever se hallaron manuscritos de los seis Profetas Menores traducidos al griego. En Hever también se encontraron cartas personales escritas en arameo.
Durante los siglo I y II D. de C., a pesar del trilinguismo existente en Judea, los Escribas rechazaron la fijación y difusión de textos de la Escritura en arameo. Se cuenta que al recibir Gamaliel I una copia de un Targum de Job (una traducción al arameo), la hizo tapiar en una pared por tratarse de un libro prohibido [74]. Tal autoridad solamente podía emanar de un personaje venerado. El “sóferim” era considerado como heredero y sucesor inmediato de los profetas: sus sentencias eran veneradas como poseedoras de autoridad soberana.
Cuando sucumbió Jerusalén bajo las armas romanas en el año 70 de la era cristiana los Escribas fariseos permanecieron como la única fuente para comprender la “revelación”. El pueblo respondió tributándoles una reverencia reservada a los “virtuosos”. Las tumbas de escribas y rabinos recibieron la misma veneración que las de los profetas. Sus vidas fueron recordadas por acontecimientos portentosos. Este prestigio, proyectado en la organización cúltica y exegética de las sinagogas y “academias rabínicas”, reemplazó efectivamente al Templo y los sacrificios en la religión judía [75].
Un ejemplo de la narrativa del “culto” a los Escribas involucra a Shammai y a Hillel. Se cuenta que un gentil le hizo la siguiente pregunta a Shammai: “Si el sabio logra enseñarme toda la Ley mientras me paro en un pie, entonces me haré prosélito”. Dudando de su sinceridad, Shammai cogió un palo y lo corrió. Acudió con la misma pregunta a Hillel, quien le dijo: “Aquello que es odioso para ti, no lo hagas a tu vecino; esta es toda la Torah. El resto es comentario” [76].
8.4. La “Escuela” de Hillel.
El papel de un judío nativo de Babilonia llamado Hillel fue trascendental en el proceso de fijación del texto bíblico. Asimismo sus enseñanzas influyeron de manera determinante para “fijar” una “lista” de libros Sagrados, aceptados por el judaísmo farisaico. Hillel era un escriba fariseo de origen humilde, que se ganaba la vida como jornalero. Su celo por el aprendizaje de la Ley lo hizo recorrer a pie el camino entre Babilonia y Jerusalén con el fin de instruirse en la “habura” o escuela de los Escribas Shemaiah y Abtalion.
A pesar de los largos años pasados en el exilio a orillas del Eúfrates, rodeados del ambiente hostil y sugerente del politeísmo Oriental, los judíos de Babilonia habían conservado la fe en el Dios de la Escritura. Los judíos de Jerusalén, ciudad de geografía y proporciones austeras, fueron transportados a una urbe de insólita riqueza. El Templo construido por Salomón, dilapidado por los siglos y el descuido de los gobernantes de Judá, quedaba opacado frente a los magníficos centros de culto dedicados a los dioses paganos.
El profeta Isaías dio la voz de alarma frente al riesgo de apostasía cuando los judíos exilados en los días de Nabucodonosor (587 A. de C.) cuestionaron el poder de Yahvé para defender a su Pueblo (Ez 18, 2; 25). El libro de Job trasluce con dramatismo el estado de ánimo de un pueblo embargado por el torbellino de la tragedia y el desconcierto. El nuevo exilio en tierras extranjeras probó la fe de Israel. Muchos judíos se sintieron tentados de abandonar las creencias ancestrales, centradas en la Alianza con Moisés (Jr 44, 15-19; Ez 20, 23).
Los Israelitas lograron sobrevivir a esta experiencia formativa, mientras que otros pueblos no tuvieron igual destino. La identidad como nación se sostuvo sobre dos pilares: la esperanza de la restauración a la tierra prometida (Ez 37), ofrecida por Yahvé a través de los profetas; y el tremendo empeño en el cuidado de la Ley. Los profetas habían interpretado que el exilio era consecuencia del pecado de un pueblo que le había dado la espalda a Dios y su Torah. La teología del exilio fue asumiendo la idea que el futuro de Israel iba a depender de un cumplimiento escrupuloso de los preceptos de la Ley. Como explica Bright:
“El exilio podía ser considerado como un castigo merecido y como una purificación que preparaba a Israel para un futuro nuevo. Con estas palabras, y con la seguridad dada al pueblo de que Yahvé no estaba lejos de ellos ni siquiera en el país de su destierro, prepararon los profetas el camino para la formación de una nueva comunidad” [77].
Desaparecidos el culto del Templo y el reino judío, solamente quedaba a los desperdigados por Mesopotámea y Asia Menor reagruparse en torno a una entidad, en este caso la Ley, y las obligaciones rituales que imponía: la importancia del Sábado, la circuncisión y la pureza ritual. La totalidad de la vida del nuevo Israel debía ser regulada y sostenida en la Torah. Con anuencia de los persas, el Profeta Esdras restableció la práctica de la Ley en Jerusalén. Este pacto se hizo extensivo a los judíos dispersos por el mundo antiguo. Israel ya no sería una entidad nacional, limitada a las cambiantes fronteras de Palestina. “Judío” era aquel que asumía la responsabilidad de obedecer la Torah.
En ningún lugar fue más importante guardar y aplicar rectamente la normatividad mosaica que en las comunidades judías inmersas en tierras y costumbres extrañas. Particularmente en Babilonia, identificada desde antiguo como un lugar permisivo. En este lugar los Escribas adquirieron una importancia fundamental. Se acudió a ellos en busca de guía para la recta interpretación y aplicación de la Ley, especialmente cuando sus textos parecían poco comprensibles.
Esdras constituye un importante testimonio de la vida en esta vigorosa comunidad de “anawim” [78]. Un “anaw” como Esdras “se había entregado al estudio y a la práctica de la Ley del Señor, enseñándola a los israelitas” (Es 7, 10). Ellos construyeron un “seto” protector entre los judíos y las costumbres paganas de sus vecinos.
Al igual que Esdras, Hillel había aprendido la Torah en las escuelas de Babilonia, donde se formaron algunos de los más importantes Escribas [79]. Hillel acudió a Jerusalén porque la ciudad Santa era el principal centro de aprendizaje para la Ley y sus comentarios. En la ciudad santa estableció una “escuela” que logró un universal respeto entre los judíos. Se puede considerar a Hillel como una de las personalidades rectoras y más creativas del judaísmo de su tiempo. Sus descendientes espirituales e intelectuales (Gamaliel I, Akiba, y Gamaliel II) fueron los líderes que condujeron la normatividad de vida entre los judíos por varias generaciones.
Hillel, nacido alrededor del año 60 A. de C. y muerto alrededor del año 20 D. de C. alcanzó la categoría de “Príncipe”, “Nasi”, del consejo rabínico cuando intervino en una disputa sobre la prioridad del sacrificio pascual sobre el descanso del “Sábado”. Al parecer el Consejo había “olvidado” la legislación. Al emitir su sentencia, Hillel estableció un “precedente” de procedimiento cuando apeló a la tradición previa: “Así les escuché enseñar a Shamaiah y Abtalion”[80].
A principios del siglo I D. de C. convivieron en Judea dos escuelas principales de escribas fariseos, la de Shammai y la de Hillel. La de Shammai dominó la interpretación de la Torah hasta la destrucción del Templo en el año 70 de la era cristiana. Shammai (50 A. de C.-30 D. de C.) se adhería la letra de la Ley mientras que Hillel favorecía una interpretación más libre de los textos bíblicos.