La Septuaginta no solo alcanzó amplia difusión entre los hebreos de la Diáspora. El fluido intercambio entre Alejandría y Palestina permitió la propagación de la Septuaginta entre los judíos helenizados, emigrados a Palestina desde ciudades griegas de Siria, Babilonia y Asia Menor, conjuntamente con los que habitaban las ciudades helénicas de la "Decápolis" palestina. Estos encontraban mayor familiaridad con el "koiné" que con el hebreo. Debe anotarse el papel fundamental que cumplieron los "sabios" de Jerusalén en el proceso de traducción en Alejandría.
Para los judíos de habla griega establecidos en Palestina y los habitantes de la Diáspora -y más tarde para los cristianos- la Septuaginta tuvo el carácter de texto inspirado. En este sentido la "Carta de Aristeas" expresó que la traducción fue realizada de forma milagrosa con la intervención de Dios.
Aristeas narró cómo,
"tras haber dado lectura a los libros, los sacerdotes y los ancianos traductores y la comunidad judía y los líderes del pueblo se colocaron de pie y manifestaron, que habiéndose realizado una tan excelente y sagrada y precisa traducción, era correcto que se conservase como estaba, y ninguna alteración debía hacérsele. Y cuando toda la comunidad expresó su aprobación, pronunciaron un anatema de acuerdo a sus costumbres, para que nadie se atreva a realizar ninguna alteración, añadiendo o cambiando de ninguna manera su contenido, y ninguna de las palabras que hayan sido escritas, o cometer ninguna omisión. Esta fue una precaución muy sabia para asegurar que el libro se preserve inalterado en el tiempo futuro" (16).
Este dato es fundamental cuando se considera la lista de libros sagrados que integran la Septuaginta y la compleja conformación posterior del "Canon Farisaico" o "Rabínico" (surgido entre los siglos II y III D. de C.). Varios de estos libros inspirados fueron retirados posteriormente, por considerarlos de "origen extranjero".
A pesar de la acción tardía de los dirigentes del "Judaísmo Rabínico", la tradición que consideró la Septuaginta como divinamente inspirada fue reconocida por autores hebreos como Flavio Josefo y Filón, así como por la Patrística cristiana. Filón afirmó, en su "Vida de Moisés", la inspiración divina de los traductores de la Septuaginta (17).