Beatísimo Padre:
Hace exactamente veinticinco años, a esta hora, los cardenales reunidos en la capilla Sixtina lo elegían para la misión de Sucesor de san Pedro, y usted dio su "sí" a la gracia y al peso de esa misión. Hace veinticinco años, el protodiácono del sacro Colegio, el cardenal Pericle Felici, anunció solemnemente a la multitud en espera en la plaza de San Pedro: Habemus Papam. Hace veinticinco años, desde el balcón central de la basílica vaticana, usted pronunció por primera vez la bendición urbi et orbi y conquistó inmediatamente, con un discurso inolvidable, el corazón de los romanos, así como el corazón de las numerosas personas que lo seguían y escuchaban en todo el mundo. Usted dijo entonces que venía de un país lejano. Pero percibimos enseguida que la fe en Jesucristo, que se percibía en sus palabras y en toda su persona, supera todas las distancias; que en la fe todos estamos cerca unos de otros. Usted nos ha hecho experimentar desde el primer momento esta fuerza de Cristo que derriba fronteras y da paz y alegría.
En estos veinticinco años, usted, como Vicario de Jesucristo en la sucesión apostólica, ha recorrido incansablemente el mundo, no sólo para llevar a los hombres el evangelio del amor de Dios encarnado en Jesucristo, más allá de todo confín geográfico; usted ha atravesado también los continentes del espíritu, a menudo distantes unos de otros y contrapuestos entre sí, para acercar a los que estaban lejos y reconciliar a los que estaban separados, y para dar cabida en el mundo a la paz de Cristo (cf. Ef 2, 17). Se ha dirigido a jóvenes y ancianos, a ricos y pobres, a gente poderosa y humilde, y ha demostrado siempre --siguiendo el ejemplo de Jesucristo- un amor particular por los pobres y los indefensos, llevando a todos una chispa de la verdad y del amor de Dios. Ha anunciado sin miedo la voluntad de Dios, incluso allí donde está en contraste con lo que piensan y quieren los hombres. Como el apóstol san Pablo, usted puede decir que no ha tratado nunca de adular con las palabras, que no ha buscado jamás ningún honor de los hombres, sino que ha cuidado de sus hijos como una madre. Como san Pablo, también usted se ha encariñado con los hombres y ha deseado hacerlos partícipes no sólo del Evangelio, sino también de su misma vida (cf. 1 Ts 2, 5-8). Ha aceptado críticas e injurias, suscitando, sin embargo, gratitud y amor y derribando los muros del odio y la enemistad. Podemos constatar hoy cómo usted se ha entregado con todo su ser al servicio del Evangelio y se ha desgastado totalmente por él (2 Co 12, 15). En su vida la expresión cruz no es sólo una palabra. Usted se ha dejado herir por ella en el alma y en el cuerpo. Al igual que san Pablo, también usted soporta los sufrimientos para completar en su vida terrena, por el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que aún falta a los padecimientos de Cristo (Col 1, 24).
Santo Padre, hoy toda la Iglesia le agradece la entrega de estos veinticinco años. Se lo agradecen también numerosas hermanas y hermanos no católicos, hombres de buena voluntad de otras religiones y convicciones. Quisiéramos encomendarlo con nuestra oración a la bondad inagotable de nuestro Señor, que lo ha llamado y guiado a lo largo de todo su camino. Le pedimos que le haga sentir también en este momento la luz de su presencia. Lo saludamos con las antiguas palabras de la oración de la Iglesia: "Dominus conservet te et vivificet te et beatum te faciat in terra!".
Esta es una bendición que depende también --lo sabemos bien- de la fidelidad de todos nosotros a su persona y a su misión de Sucesor de Pedro. Aprovechamos de buen grado esta circunstancia para confirmarle nuestra voluntad de perseverar "cum Petro et sub Petro" en nuestro servicio a Cristo y a la Iglesia.
Con estos sentimientos, le decimos desde lo más profundo de nuestro corazón: ¡Felicidades, Santo Padre!