Resumen de la Alocución de S.S. Juan Pablo II a la IV Conferencia Internacional sobre SIDA "Vivir, ¿para qué?" propiciada por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, celebrada en el Aula del Sínodo del Vaticano el 13, 14 y 15 de noviembre de 1989.
Doble desafío
Las estadísticas atestiguan que la juventud es la que está más afectada por el SIDA. La amenaza que se cierne sobre las jóvenes generaciones debe llamar la atención y comprometer el esfuerzo de todos, pues, humanamente hablando, el futuro del mundo está fundado en los jóvenes y la experiencia enseña que el único modo de prever es el de prepararlo.
La amenazadora difusión del SIDA lanza a todos un doble desafío, que también la Iglesia quiere recoger en la parte que le compete: me refiero a la prevención de la enfermedad y a la asistencia prestada a quienes han quedado afectados por ella. Una acción realmente eficaz en estos dos campos no podrá llevarse a cabo si no se intenta sostener el esfuerzo común con la aportación que deriva de una visión constructiva de la dignidad de la persona humana y de su destino trascendente.
Las particulares características de la aparición y difusión del SIDA así cómo la forma de afrontar la lucha contra esta enfermedad, revelan una preocupante crisis de valores. No se está lejos de la verdad si se afirma que paralelamente a la difusión del SIDA, se ha venido manifestando una especie de inmunodeficiencia en el plano de los valores existenciales, que no puede menos de reconocerse como una verdadera patología del espíritu.
Dos objetivos: informar y educar
Por consiguiente, es preciso en primer lugar reafirmar con firmeza que la obra de prevención, para ser al mismo tiempo digna de la persona humana y verdaderamente eficaz, debe proponerse dos objetivos: informar y educar para la madurez responsable.
Ante todo es necesario que la información impartida en las sedes idóneas sea correcta y completa, más allá de miedos infundados pero también de falsas esperanzas. La dignidad personal del hombre exige, además, que se le ayude a crecer hacia la madurez afectiva mediante una específica acción educativa.
Sólo con una información y una educación que ayuden a encontrar con claridad y con alegría el valor espiritual del "amor que se dona" como sentido fundamental de la existencia, es posible que los adolescentes y los jóvenes tengan la fuerza necesaria para superar los comportamientos peligrosos. La educación para vivir de modo sereno y serio la propia sexualidad y la preparación para el amor responsable y fiel son aspectos esenciales de este camino hacia la plena madurez personal. En cambio, una prevención que naciese, con inspiración egoísta, de consideraciones incompatibles con los valores prioritarios de la vida y del amor, acabaría por ser, además de ilícita, contradictoria, rodeando sólo el problema sin resolverlo en su raíz.
Por ello la Iglesia, segura intérprete de la ley de Dios y "experta en humanidad", se empeña no sólo en pronunciar una serie de "no" a determinados comportamientos, sino sobre todo de proponer un estilo de vida plenamente significativo para la persona. Ella indica con vigor y con gozo un ideal positivo, en cuya perspectiva se comprenden y se aplican las normas morales de conducta. A la luz de este ideal aparece profundamente lesivo de la dignidad de la persona, y por ello moralmente ilícito, propugnar una prevención de la enfermedad del SIDA basada en el recurso a medios y remedios que violan el sentido auténticamente humano de la sexualidad y son un paliativo para aquellos malestares profundos donde se halla comprometida la responsabilidad de los individuos y de la sociedad. La recta razón no debe admitir que la fragilidad de la condición humana, en vez de ser motivo de mayor empeño, se traduzca en pretexto para un aflojamiento que abra el camino a la degradación moral.
Comprensión y solidaridad
En segundo lugar, una prevención constructivamente encaminada a recuperar, sobre todo entre las jóvenes generaciones, el sentido pleno de la vida y la exultante fascinación de la entrega generosa, seguramente favorecerá un mayor y más amplio empeño en la asistencia a los enfermos de SIDA. Estos, aun en la singularidad de su situación patológica, tienen derecho, como cualquier otro enfermo, a recibir de la comunidad la asistencia idónea, la comprensión respetuosa y una plena solidaridad. La Iglesia que, a ejemplo de su divino Fundador y Maestro, ha considerado siempre la asistencia a quien sufre como parte fundamental de su misión, se siente interpelada en primera persona, en este nuevo campo del sufrimiento humano, por la conciencia que tiene de que el hombre que sufre es un "camino especial" de su magisterio y ministerio.
A los enfermos de SIDA: el consuelo de la Iglesia
Ante todo me dirijo, con afligida solicitud, a los enfermos de SIDA. Hermanos en Cristo, conocéis toda la esperanza del camino de la cruz, no os sintáis solos. Con vosotros está la Iglesia, sacramento de salvación, para sosteneros en vuestro difícil camino. Ella recibe mucho de vuestro sufrimiento, afrontado en la fe; está cerca de vosotros con el consuelo de la solidaridad activa de sus miembros, a fin de que no perdáis nunca la esperanza. No olvidéis la invitación de Jesús: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso" (Mt. 11,28). Con vosotros están, amadísimos hermanos, hombres de la ciencia, que se afanan por contener y por vencer esta grave enfermedad: con vosotros están cuantos, en el ejercicio de la profesión sanitaria o por elección voluntaria, sostenida por el ideal de la solidaridad humana, se dedican a asistiros con toda solicitud y con todo tipo de medios.
Vosotros podéis ofrecer a cambio algo muy importante a la comunidad de la que formáis parte. El esfuerzo que hacéis para dar una significado a vuestro sufrimiento es para todos un precioso reclamo hacia los valores más altos de la vida y una ayuda tal vez determinante para cuantos sufren la tentación de la desesperación. No os encerréis en vosotros mismos; buscad, más bien, y aceptad el sostén de los hermanos. La oración de la Iglesia se eleva cada día al Señor por vosotros, particularmente por los que viven la enfermedad en el abandono y en la soledad; por los huérfanos, por los más débiles, y por los más pobres, que el Señor nos ha enseñado a considerar los primeros en su Reino.
A la familia: primera escuela de vida
Luego, me dirijo a las familias. En el núcleo familiar se halla la primera escuela de vida y de formación de los hijos para la responsabilidad personal en todos sus aspectos, incluido el que está ligado a los problemas de la sexualidad. Vosotros podéis realizar la primera y más eficaz acción preventiva ofreciendo a vuestros hijos una recta información y preparándolos para elegir con responsabilidad los justos comportamientos tanto en el ámbito individual como en el social.
Después, en cuanto a las familias que viven en su interior el drama del SIDA, deseo que sientan dirigida a sí la comprensión que el Papa comparte con ellas, consciente de la difícil misión a que están llamadas. Pido al Señor que les conceda la generosidad necesaria para no renunciar a una tarea que, ante Dios y ante la sociedad, han asumido a su tiempo como irrenunciable. La pérdida del calor familiar provoca en los enfermos de SIDA la disminución e incluso la extinción de aquella inmunología psicológica y espiritual que a veces se revela no menos importante que la física para sostener la capacidad reactiva del sujeto. Sobre todo las familias nacidas en el signo del matrimonio cristiano tienen la misión de ofrecer un fuerte testimonio de fe y de amor, sin abandonar a su ser querido, sino más bien rodeándolo de solícitos cuidados y afectuosa compasión.
A los educadores: idónea y seria formación
A los profesores y a los educadores se dirige mi invitación a que se hagan promotores, en estrecha unión con las familias, de una idónea y seria formación de los adolescentes y de los jóvenes. Procúrese, especialmente en las escuelas católicas, una programación orgánica de la educación sanitaria en la que, armonizando los elementos de la prevención con los valores morales, se prepare a los jóvenes par un correcto estilo de vida, principal garantía para tutelar la propia salud y la de los demás. A vosotros, educadores, se os ha confiado la responsabilidad de orientar a las jóvenes generaciones hacia una auténtica cultura del amor, ofreciendo en vosotros mismos una guía y un ejemplo de fidelidad a los valores ideales que dan sentido a la vida.
A los jóvenes: sed de vida y amor
A los jóvenes de cualquier edad y condición digo: Obrad de modo que vuestra sed de vida y de amor sea sed de una vida digna de vivir y de un amor constructivo. La necesaria prevención contra la amenaza de SIDA no ha de inspirarse en el miedo sino en la elección consciente de un estilo de vida sano, libre y responsable. Huid de comportamientos caracterizados por la disipación, la apatía y el egoísmo. Sed, más bien, protagonistas en la construcción de un orden social justo, sobre el que se apoye el mundo de vuestro futuro. Practicad con generosidad y fuerza de imaginación formas siempre nuevas de solidaridad. Rechazad toda forma de marginación; estad cerca de los menos afortunados, de los que sufren, cultivando la virtud de la amistad y de la comprensión, rechazando toda violencia hacia vosotros mismos y hacia los demás. Vuestra fuerza ha de ser la esperanza y vuestro ideal, la afirmación universal del amor.
A los gobernadores y autoridades: plan global
A los gobernadores y a los responsables de la administración pública dirijo una urgente llamada a afrontar con todo empeño los nuevos problemas planteados por la difusión del SIDA. Las dimensiones que ha asumido, y que probablemente asumirá esta enfermedad, así como su estrecha conexión con algunos comportamientos que inciden en las relaciones interpersonales y sociales, exigen que los Estados se hagan cargo --con valor, con claridad de ideas y con iniciativas correctas-- de todas sus responsabilidades. En particular, a las autoridades sanitarias y sociales compete preparar y realizar un plan global de lucha contra el SIDA y la drogadicción; dentro de esta programación deberá ser reconocida, coordinada y sostenida toda justa iniciativa que los individuos, los grupos, las asociaciones y los diversos organismos pongan en marcha para la prevención, la curación y la rehabilitación. Igualmente la lucha contra el SIDA exige la colaboración entre los pueblos: y puesto que la demanda de salud y de vida es común a todos los hombres, ningún cálculo político o económico ha de dividir el esfuerzo de los Estados, llamados juntamente a responder al desafío del SIDA.