Dr. Luis E. Ráez
A todos nos debe cuestionar profundamente que hoy exista gente que se suicide supuestamente con el propósito de lograr un fin justo, como los extremistas que hacen detonar bombas en sus cuerpos matándose y quitándole la vida a otros seres humanos inocentes. No podemos apoyar a quienes sostienen que estos actos tienen una explicación cultural o religiosa. Muchos cristianos de occidente erróneamente apoyan el suicidio en el caso de una enfermedad avanzada como el cáncer y proponen el suicidio asistido para aliviar los sufrimientos de los pacientes.
En ambos casos el suicidio es la huida, la renuncia y el miedo a enfrentar una realidad dolorosa. Es también la desesperanza total y la rendición de la voluntad de la persona a no buscar el bien que este mundo tiene, y el Plan de Dios particular para cada ser humano y para su felicidad. En el caso del suicidio asistido, así como en los casos de los terroristas, hay otras personas involucradas que son en cierta forma responsables y cómplices de estas aberraciones ya que no hacen nada para impedir el suicidio o la muerte de inocentes. Existen estudios médicos que señalan que la mayoría de los suicidas son pacientes con enfermedades mentales o depresión. Y algunos ni siquiera son considerados competentes para tomar decisiones. Se estima que la mayoría de suicidas ha visitado un médico en los seis meses previos a cometer ese acto. De allí que nuestra actitud debería ser la de ayudar a estas personas que creyendo que no existen opciones, optan por soluciones extremas, en vez de facilitar que persistan en su error para deshacernos de ellos o sacar provecho de lo que van a realizar.
Siempre hay alguien que cuestiona el suicidio como un derecho de la persona. Está claro que cuando la persona ejerce sus derechos para casarse, escoger un trabajo, votar, asociarse etc., opta libremente. Sin embargo, cuando la persona comete suicidio, anula su derecho a la vida al mismo tiempo que todos sus demás derechos y destruye su dignidad humana. Por ello la opción por el suicidio nunca podrá considerarse algo sano o natural.
Evidentemente, quedan excluidos de esta categoría los pacientes que con enfermedades terminales y a puertas de la muerte, optan por no prolongar su agonía en horas o días cuando, por ejemplo, se les decretó muerte cerebral. En estos casos, la Iglesia establece el término «medios desproporcionados o extraordinarios», refiriéndose a las medidas que pueden dejar al paciente morir en paz cuando es ya la voluntad de Dios que esto ocurra, evitándoles sufrimientos innecesarios. «La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte» (Evangelium Vitae 65). En el Catecismo de la Iglesia Católica está establecido claramente que somos los administradores de la vida y no dueños de la misma, ya que sólo Dios tiene el poder de dar la vida o quitarla: «Yo doy la muerte y doy la vida» (Dt 32, 39). Citando una vez más la Evangelium Vitae encontramos que el Papa Juan Pablo II nos dice que «cuando el hombre usurpa este poder dominado por una lógica de necedad y egoísmo lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte». El Santo Padre considera que el suicidio es tan moralmente objetable como el asesinato. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como un mal grave. Esto a pesar de que existan circunstancias psicológicas, culturales o sociales que induzcan a la persona a llevar a cabo una acción que contradice profundamente la natural inclinación hacia la vida. «El suicidio es un rechazo absoluto a la soberanía de Dios sobre la vida y la muerte, es por ello que la persona que es cómplice de estos actos y/o ayuda a cometerlos está haciendo también algo inmoral y tiene culpa por ello así se lo hayan pedido» (Evangelium Vitae 66).
San Pablo nos dice en la carta a los Romanos que: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7-8).