Cada 17 de enero se celebra la fiesta de San Antonio Abad, ilustre padre de los monjes cristianos y modelo de espiritualidad ascética.

Antonio nació en Egipto, el 12 de enero de 251, en la llamada Heracleópolis Magna (parte del Egipto asimilado al Imperio romano), en el seno de una familia de labradores acaudalados. Murió a los 105 años, en 356.

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Tendría unos 18 o 19 años cuando, participando de la Eucaristía, escuchó que se estaba leyendo el Evangelio de San Mateo y quedó prendado de las palabras de Jesús: “Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres” (Mt 19, 21).

El desierto: morir al mundo, vivir en Jesucristo

Cuando murieron sus padres -Antonio había cumplido los 20 años- decidió llevar a la práctica aquel mandato de Jesús que le marcó el alma; entonces, repartió su herencia entre los pobres y se marchó al desierto. Allí vivió como ‘ermitaño’, en completa soledad, dedicado a la penitencia y la vida de oración.

Por años vivió en la ‘ermita’ que él mismo construyó, una fosa ubicada al lado de un cementerio. Esa “cercanía con la muerte” -como le gustaba pensar- despertó en su corazón muchas reflexiones en torno a la vida del Señor Jesús. Rumiaba frecuentemente -allí en lo profundo del espíritu- aquella verdad insondable en torno a Jesús, vencedor de la muerte. Algunas de esas reflexiones fueron puestas por escrito y providencialmente han sobrevivido al tiempo, llegando hasta nosotros.

“El que no trabaja que no coma” (II Tes 3, 10)

San Atanasio Obispo, a quien Antonio conoció y que más tarde fuera uno de sus biógrafos (hagiógrafo), escribió:

“[Antonio] Trabajaba con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: ‘El que no trabaja que no coma’; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a su propio sustento, parte a los pobres”.

El trabajo en la tradición y cultura cristianas dignifica al hombre y moldea su espíritu. Por el trabajo el ser humano se hace cooperador de Dios en la gran obra de la creación. San Antonio Abad interiorizó aquellas verdades a la perfección, de manera que animó al monje o ermitaño a trabajar, y hacer de su esfuerzo oración elevada al cielo.

Padre del monaquismo

Antonio Magno -como también es conocido nuestro santo- se convirtió en el organizador de algunas comunidades de varones con llamados semejantes al suyo, buscadores de Dios en la renuncia al mundo y el silencio. Muchos de esos hombres vivieron el mismo estilo ascético en el desierto, o hicieron de la soledad ‘espacio’ de encuentro y diálogo con Dios.

Por eso, a San Antonio Abad se le considera uno de los precursores del monacato (también llamado monaquismo), si no el iniciador per se. La forma de vida monástica que puso en práctica se extendió muchísimo durante el primer milenio de la cristiandad, dejando una huella imborrable en la historia de la Iglesia. Hoy, después de siglos, dicha forma de vida subsiste en varios lugares del mundo, y ciertamente no son pocos los convocados hoy por el Señor para dedicarse a estos menesteres del espíritu.

Contra el error

San Antonio Abad, junto a San Atanasio, defendió la fe y la doctrina cristiana contra el arrianismo, la peligrosa herejía que negaba la divinidad de Jesucristo comprometiendo la naturaleza misma de la Santísima Trinidad.

Además, de acuerdo a San Jerónimo de Estridón (342-420), Antonio el “Abad” (esto es “padre”) -como lo llamaban quienes lo seguían- conoció a San Pablo el Ermitaño, otro de los inspiradores del monacato.

San Atanasio de Alejandría (328-373) decía de Antonio: “Oraba con mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para ser constantes en orar: en efecto, ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta tal punto que llegó un momento en que su memoria suplía los libros”. Luego añade: “Todos los habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban ‘amigo de Dios’; y todos lo amaban como a un hijo o como a un hermano”.

En la tradición y el arte: patrono de los animales

San Antonio Abad murió en 356, en el monte Colzim, próximo al Mar Rojo. Se le venera como patrón de los tejedores de cestos, fabricantes de pinceles y carniceros; así como de los cementerios.

Desde hace mucho tiempo, en el Vaticano, se celebra una bendición de los animales el día de su fiesta. Ciertamente, a San Antonio se le conoce también como “patrono de los animales”.

Dos historias sustentan dicho patronazgo: a la muerte de Pablo el Ermitaño, Antonio era el único que estaba en el lugar y podía darle sepultura; sin embargo, las condiciones eran totalmente adversas y no tenía quien lo ayudara. De pronto, en medio del desierto, aparecieron dos leones acompañados de otros animales que ayudaron al santo a cavar el hoyo donde colocaría los restos de San Pablo.

La segunda historia tiene que ver con una jabalina (cerdo salvaje) que encontró cerca de su ermita, cuyas crías nacieron todas ciegas; y que San Antonio Abad curó cuando se apiadó de ella. Se cuenta que el animal lo seguía a todas partes como el más fiel guardián, y jamás se apartó de su lado.

Estas historias han sido fuente de inspiración para monjes de todas las épocas y también para una rica tradición iconográfica que suele representarlo acompañado por un jabalí. Brillantes pintores como Miguel Ángel, Tintoretto, Teniers, el Bosco, Cézanne y Dalí hicieron del Abad tópico de magníficas obras.

Si deseas conocer más sobre San Antonio Abad, te sugerimos este artículo de la Enciclopedia Católica: https://ec.aciprensa.com/wiki/San_Antonio.

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