Cada 4 de diciembre recordamos a Santa Bárbara, una joven conversa que vivió entre los siglos III y IV. Nació en Nicomedia, antigua provincia del Imperio Romano, ubicada en la actual Turquía.
Santa Bárbara, según una antigua tradición, fue puesta en cautiverio por su propio padre, un sátrapa (rey pagano) de nombre Dióscoro, con el propósito de apartarla de la influencia del mensaje cristiano. El rey, además, hizo que maestros de filosofía y poesía la visitaran en su celda periódicamente para así asegurarse de que rechace a Cristo.
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Bárbara no sólo no fue persuadida de ello, sino que desobedeció la orden de casarse y se declaró cristiana, algo que el gobernante consideró como la peor de las afrentas. Entonces, lleno de furia, ordenó que la joven fuera torturada. La santa fue atada al potro y flagelada.
Como logró sobrevivir a los indecibles maltratos, el padre ordenó que fuese presentada ante el juez, quien determinó la pena capital. El lugar escogido para la ejecución fue la cima de una montaña, y el verdugo sería el propio Dióscoro. Ni bien este dio muerte a su hija, cortándole la cabeza, un rayo le cayó encima y lo fulminó.
Aunque no existen referencias históricas del todo sólidas sobre Santa Bárbara y los hechos que le acontecieron, su veneración se extendió por Europa, consolidándose en el siglo VII. Su culto fue aceptado y confirmado por el Papa San Pío V en 1568 y desde entonces aparece en la lista de los santos auxiliadores.
Iconografía y patronazgo
Se le representa cubierta con un manto rojo, al lado de un cáliz con la sangre de Cristo, portando una rama de olivo, una corona y una espada; todos símbolos del martirio.
La historia sobre la muerte de su padre causó, probablemente, que fuese tomada por protectora ante los peligros de las tormentas eléctricas y los incendios naturales. Luego, quizás por analogía, se le nombró patrona de los artilleros y los mineros.
Se pide la intercesión de la santa para no dejar de recibir la Confesión y la Eucaristía en la hora de la muerte.
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