Cada 27 de julio, la Iglesia celebra a San Pantaleón, mártir, médico nacido a fines del siglo III en Nicomedia (actual Turquía). Hoy sus devotos acuden al Monasterio de la Encarnación en Madrid para presenciar el milagro de la licuefacción de su sangre.

Uno de los catorce auxiliadores

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San Pantaleón (275-305) es uno de los “catorce santos auxiliadores”; es decir, forma parte del grupo de santos a los que los fieles pueden acudir cada vez que se presenta determinadas situaciones, como males o enfermedades.

En el caso de Pantaleón, él es el intercesor cada vez que se padece cosas tan comunes -y tan penosas- como un dolor de cabeza (cefalea o migraña) o una enfermedad como la tuberculosis.

El nombre ‘Pantaleón’ está copiado del griego y posee un hermoso significado: “El que se compadece de todos” (Παντελεήμων, Panteleímon), algo que el santo supo plasmar a través de la medicina. Todo buen médico debe “compadecerse”, es decir, “sufrir con” sus pacientes. Esto equivale a acercarse al dolor del que lo padece. Precisamente como el dolor no le es indiferente, el médico debe buscar la mejor manera para aliviar o curar al paciente.

Cristo, médico y medicina

Gracias a un antiguo manuscrito del siglo IV -hoy conservado en el Museo Británico (Londres, Inglaterra)- podemos conocer datos importantes sobre la vida y la muerte de San Pantaleón.

El médico nació alrededor del año 275 en Nicomedia. Fue hijo de madre cristiana, pero no se sintió particularmente tocado por la fe. Apenas alcanzó la edad suficiente, empezó a vivir como un pagano más y rechazó el cristianismo. Sin embargo, su hambre de conocimiento y el deseo de ayudar a otros lo motivaron a hacerse médico, igual que su padre.

Como tal, gozó de gran reputación y fama, llegando a atender al emperador Galerio Maximiano (305 - 311). Su vida parecía transcurrir sin mayores preocupaciones, hasta que conoció a Hermolao, un sacerdote cristiano. Este lo animó a conocer otro tipo de “medicina”.

Fue así como Pantaleón entró en contacto nuevamente con algunos miembros de la Iglesia. Poco a poco, el prestigioso médico fue descubriendo que su saber en torno a la naturaleza humana podía cobrar un sentido más elevado y pleno, muy por encima de sus cálculos iniciales: quien sufre de una enfermedad padece también en el alma, no solo en el cuerpo. En ese sentido, Cristo amplió su comprensión del dolor, la enfermedad y la muerte. Esa experiencia impulsó a Pantaleón a vivir más de cerca el dolor de enfermos y moribundos y, así, por primera vez, abrirse a la esperanza en una vida que no conoce el final, la vida eterna.

Pantaleón llegó a entender de esta manera que la enfermedad y el sufrimiento no lo destruyen todo. La muerte no tiene la última palabra: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Cor 15, 55).

Cristo está en el que sufre

En el proceso de conversión de Pantaleón, Hermolao fue determinante. La amistad entre ambos abrió una puerta por la que Cristo entró: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc 3, 20).

Como consecuencia de ese “encuentro” personal con Jesús, Pantaleón empezó a servirlo en el sufriente, en los postrados y vulnerables. En ellos está el mismo Cristo.

Condenado a muerte

Cuando la persecución de Diocleciano Augusto (284-305) se extendió a Nicomedia, Pantaleón regaló todo lo que tenía a los necesitados e inició una vida en la clandestinidad como muchos otros cristianos. Desafortunadamente algunos médicos que le guardaban envidia lo delataron a las autoridades. Después sería arrestado junto a un grupo de cristianos entre los que estaba Hermolao.

Cuando la noticia de su captura llegó a oídos del emperador, este quiso salvarlo en secreto. Le mandó decir que le concedía la oportunidad de vivir, siempre y cuando renunciara a su religión. Pantaleón se negó a aceptar tal condición. Luego, como para que no quedara duda del poder de su fe, curó milagrosamente a un paralítico enfrente de sus enemigos.

Ese proceder fue considerado de inmediato una afrenta más contra el emperador, por lo que el santo fue condenado a ser torturado hasta morir. Sus verdugos lo sometieron de diferentes maneras, pero Pantaleón continuó vivo. Así que se ordenó su decapitación, al igual que la de sus compañeros.

La tradición registra los intentos fallidos por quitarle la vida: primero, lo arrojaron al fuego; luego, le echaron plomo fundido sobre el tórax; tras eso, intentaron ahogarlo, le arrojaron piedras y lo ataron a la “rueda” (torno). Finalmente, quisieron atravesar su cuerpo con una espada. Como a esto logró sobrevivir, según la costumbre romana, se procedió a que le cortaran el cuello.

La misma tradición recoge, además, un hecho extraordinario en torno al suplicio de San Pantaleón. Para torturarlo, su cuerpo había sido atado por sus verdugos a un árbol seco. Este, al quedar manchado con su sangre, revivió a los pocos días.

San Pantaleón y sus amigos recibieron la corona del martirio el 27 de julio de 305. Pantaleón tenía 29 años.

El milagro de la sangre

Sus reliquias, que incluyen muestras de su sangre, se conservan en distintos lugares: están repartidas entre Constantinopla (Turquía), Ravello (Italia) y el Real Monasterio de la Encarnación en Madrid (España) bajo la custodia de las Agustinas Recoletas.

Es en ese monasterio donde se preserva una muestra de la sangre de San Pantaleón, que permanece en estado sólido todo el año, a excepción del 27 de julio. En esta fecha, día de su fiesta litúrgica, se produce el milagro de la ‘licuefacción’ (la sangre de San Pantaleón se vuelve líquida). Cada vez que el milagro tiene lugar, las religiosas del monasterio abren las puertas del recinto al público para que los devotos puedan apreciar el acontecimiento.

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Si deseas conocer un poco más sobre San Pantaleón, te recomendamos el siguiente artículo de la Enciclopedia Católica: https://ec.aciprensa.com/wiki/San_Pantaleón.

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